Un
 informe realizado por la CIA, en marzo de 1991, sobre las mejoras de la
 Fuerza Aérea en temas de derechos humanos, permitió documentar una de 
las prácticas más atroces durante la guerra civil salvadoreña y que era 
desconocida hasta ahora: los vuelos de la muerte. 
  01 DE FEBRERO DE 2012  |  por Eric Lemus
Entre mediados de 1988 y septiembre de 1989, tras una restructuración
 de la Fuerza Armada, un capitán que es descrito por la CIA como un 
creyente de “medidas contrainsurgentes extremas, aun para los estándares
 salvadoreños” fue puesto al mando de la Unidad A-2, donde ordenó y 
ejecutó el lanzamiento de prisioneros de guerra desde helicópteros que 
sobrevolaban el Océano Pacífico.
Según los cables desclasificados de la CIA, en 1988 un oficial al que
 identifica por su apellido Leiva recién llegaba de completar sus 
entrenamientos en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y su expectativa
 era ser nombrado jefe de operaciones de la unidad A-3.
Pero su nombramiento fue bloqueado por el entonces teniente coronel 
Juan Antonio Martínez Varela, quien convenció al entonces jefe de la 
Fuerza Aérea Salvadoreña (FAS), general Juan Rafael Bustillo, de no 
hacerlo debido al carácter “independiente y ambicioso” del oficial.
Leiva permaneció en la A-2 (que también sería conocida como unidad 
S-2), donde rápidamente se ganó una reputación como “oficial agresivo, 
independiente y, a veces, arrogante”, reza el texto.
Este capitán, quien a inicios de 1980 solicitó una licencia para 
ausentarse de la FAS para trabajar como piloto personal del mayor 
Roberto D’Aubuisson, según este cable de la CIA, es descrito como 
sospechoso de integrar escuadrones de la muerte y de haber estado 
implicado en el complot para asesinar al arzobispo Óscar Arnulfo Romero;
 aunque especifica que “no hay pruebas de tales acusaciones”.
Pero la reputación del militar venía de su papel en el campo de 
batalla, pues a éste se le atribuye el éxito de las operaciones “de 
respuesta aérea rápida” que causaron estragos a las fuerzas guerrilleras
 entre 1985 y 1986, a través de bombardeos y movimientos de tropas 
helitransportadas.
Los informantes describen a Leiva como alguien que no tiene reparo en
 participar en operaciones clandestinas contra insurgentes en las zonas 
urbanas y proporcionan varios ejemplos “que demuestran su enfoque 
agresivo y radical” en las operaciones regulares durante su servicio 
militar.
Los vuelos de la muerte 
Según el documento de la CIA,
 en 1988, bajo las órdenes de Leiva, sus subalternos mataron a once 
presuntos guerrilleros lanzándolos al mar, vivos y atados, desde aviones
 C-47 de la Fuerza Armada durante la noche.
El mismo capitán habría participado en tales acciones, pues según el 
informante, al menos 10 prisioneros “embarcados” en un avión piloteado 
por él fueron “escoltados” por personas ajenas a la unidad militar 
cuando el vuelo estaba a 15 minutos de la costa, justo sobre las aguas 
del océano Pacífico.
“Los prisioneros que vio (el informante) embarcados en la aeronave ya
 no a estaban cuando regresó y no había hecho ningún otro desembarco”, 
dice el relato.
A él se le atribuye también la orden de ejecución de cinco presuntos 
guerrilleros, mediante un disparo en la cabeza, y el arrojo de los 
cuerpos desde un helicóptero sobre el volcán de Guazapa.
“Leiva autorizó realizar una ‘carga especial’ en el extremo oscuro de
 la pista y lanzarlas a su orden sobre Guazapa”, dice el documento que 
refiere que la práctica de arrojar prisioneros desde aviones y 
helicópteros de la FAS se le denominó “entrenamiento nocturno de caída 
libre” y que ésta era fue muy frecuente mientras Leiva estuvo en el A-2 
y, posteriormente, en el A-3, con el conocimiento de sus superiores.
“Se jactó que había volado muchas misiones nocturnas de caída libre”,
 dice el informe, sin especificar si se refiere a Leiva o al informante (
 cuya identidad está ocultada por la CIA).
Otras participaciones 
Un oficial de la A-2 informó a mediados de 1990, que mientras Leiva 
se encontraba en la unidad, se mantuvo en secreto la detención por 
cuatro meses de dos hombres mayores bajo sospechas de pertenecer al 
FMLN, tiempo en el que fueron interrogados sin resultado alguno. 
La detención excedió por mucho las 72 horas reglamentarias, por lo 
cual, a falta de información y para cubrir la ilegalidad, los hombres 
fueron ejecutados por soldados y sus cuerpos acabaron siendo 
desaparecidos.
“Los soldados probablemente no habrían tomado esa decisión por su 
cuenta, sino por la orden directa de Leiva”, sugiere el relato de la 
CIA.
Según la Agencia estadounidense, el capitán habría también asesinado a
 “sospechosos de crímenes” en Soyapango e Ilopango “por orden expresa” 
del general Bustillo, quien “estaba al tanto de los asesinatos”.
El ocaso
El liderazgo de Leiva terminó con el nombramiento de Guillermo Rivera
 Rodríguez al frente del A-2, en septiembre de 1989, quien rápidamente 
emitió una orden para que los miembros de la unidad que no condenaran 
los asesinatos y torturas de prisioneros deberían rendir cuentas.
Un año después, el sucesor de Rivera Rodríguez, el mayor Miguel 
Antonio Mojica Padilla, “continuó con una política de respecto a los 
derechos humanos”, dice el documento, que no ahonda más en el tema.
Posteriormente, en marzo de 1992, dos meses después de la firma de 
los Acuerdos de Paz, un militar identificado como el capitán Roberto 
Leiva fue señalado por la Policía Antidrogas como el responsable del 
robo de tres bombas de 500 libras del arsenal de la Fuerza Aérea.
Según las pesquisas, de las que dan cuenta los medios nacionales, 
Leiva fue detenido con 442 mil dólares, producto de la venta de las 
bombas al Cártel de Cali, que iba a utilizarlas para matar al 
narcotraficante Pablo Escobar. 
En ese momento, Escobar era el capo del Cartel de Medellín, el 
principal enemigo de los narcos caleños, y que entonces guardaba prisión
 en la cárcel de Envigado.
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