Fue un abrazo prolongado, nadie se quería desprender. Lloramos juntos...
Por Juan José Dalton
SAN SALVADOR
- No recuerdo exactamente la fecha, pero tomamos un bus, con mi mamá,
que nos llevó a Lawton, un municipio de la Ciudad de La Habana. Corría
el año 1973. Era quizá una tarde y lo más probable es que haya sido
durante un fin de semana porque estábamos los tres: Roque, Jorge y yo;
es decir, que habíamos salido de la escuela en el campo donde
estudiábamos.
Nos
bajamos y caminamos, de la calle principal como dos o tres cuadras para
adentro. De pronto vimos caminar hacia nosotros a un hombre delgado, de
anteojos y con el pelo bastante corto. Al sólo verlo de cerca pudimos
“descubrir” que era nuestro padre y nos abrazamos entre todos. Éramos un
solo puño.
Estaba
con el pelo corto, bien corto. Le comenzaba a salir bigote y con lentes
que no tenían aumento, sino que eran pura pantalla. Su nariz estaba
transformada; se la habían enderezado y delineado, nada que ver con la
nariz de bruja que tenía. También le habían hecho un trabajo en la
dentadura y en la quijada; en las orejas y la frente.
La
verdad, se veía más joven... Se ha especulado que quien le hizo ese
trabajo de cirugía plástica o estética, fue el mismo equipo que
transformó al Ché antes de ir a Bolivia. Pero quizás ese dato nunca
llegue a confirmarse. Lo que sí puedo confirmar es que estaba bastante
cambiado y más delgado porque estaba sometido un régimen de ejercicios
físicos.
Una
recomendación que nos hizo es que continuáramos diciendo que él estaba
en Viet Nam haciendo un trabajo o una investigación larga. Esa era la
leyenda que nos habíamos inventado desde hacía varios meses que fueron
previos a su ingreso en la guerrilla en El Salvador.
Teníamos
ya algún tiempo de no verlo, pero sabíamos que aún no se había marchado
definitivamente. De vez en vez nos llegaban papeles en los que
fundamentalmente solicitaba libros, hojas para escribir...
Aquella
sí era la despedida. El tiempo corría velozmente. Nos preguntaba de la
escuela y de los amigos. En realidad no recuerdo mucho de qué
hablábamos. Lo que sí apreciaba era que estaba de buen humor y riéndose
de todo lo que le contábamos.
Hasta
que llegó el momento de despedirnos. Nos hizo jurar que íbamos a
portarnos bien, que le íbamos a ayudar a nuestra mamá y que íbamos a
estudiar mucho, hasta llegar a la universidad. “Pase lo que pase
conmigo, esa es la meta”, nos repetía.
Nos
abrazamos todos otra vez como un puño. Fue un abrazo prolongado, nadie
se quería desprender. Lloramos juntos... Hasta que nos separamos y
tomamos el camino de retorno a nuestra casa.
El
tiempo pasó y continuamos diciendo que mi padre estaba en Viet Nam.
Había gente que iba allá y preguntaba por él, pero nadie daba razón.
Unos
días después de saberse de su asesinato llegó el guitarrista cubano,
Sergio Vitier; gran amigo de mi padre y de todos nosotros. Gran músico.
Entró a la casa y nos abrazó llorando. “No puede ser que lo hayan
matado, coño”, repetía Sergio.
“Aída,
si yo lo vi una vez... Era él. Fue en Lawton. Iba caminado delante de
mí y le dije: Roque, coño, tengo días de no saber de ti... Luego se dio
vuelta y tenía bigote y espejuelos... me dio una palmada y dijo: Joven,
creo que se ha equivocado de persona... Y dio la espalda y se fue...”,
contaba Sergio con los grandes lagrimones que le surcaban el rostro.
Nosotros,
que entonces no sabíamos mucho de las circunstancias en que mi padre
había sido asesinado, le dijimos a Sergio: “Seguramente te equivocaste,
mi padre estaba en Viet Nam”. Aquello era quizá tratando de negar lo
innegable, cuando ya no había nada que negar.
(*) Ese testimonio fue publicado en un suplemento cultural de ContraPunto, en 2009.
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