La tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible. Los árboles del patio seguían en pie, pero sus ramas se habían secado. Un olor penetrante flotaba en el aire. Junto a la casa, cuatro muchachos descamisados cargaban tanques en un camión. No había extinguidores; nadie usaba guantes ni botas ni overol. Solo un par de cuerdas y sus músculos tensos los ayudaban en la faena.
Chano, el conductor, sentado muy cerca con su barriga comba, le hablaba al ayudante, un wayuu también joven de pelo liso.
—¿Por dónde nos vamos?
—Dicen que por la Sierra.
En sus viajes semanales desde Maracaibo, en el occidente de Venezuela, hacia la frontera colombiana, Chano ha transitado rutas secundarias y trochas polvorientas, pero desconoce esta. Jamás ha cruzado la Sierra de Perijá, una zona boscosa que comunica ambos países.
—¿Muy empinao por ahí?
—Algo —dijo el guajiro—. Hay una subida pará, pero es una sola. Si pasamos esa, tamos listos.
—¿Y este carro sube?
—Sube, pero hay que sabelo llevá. Por ahí se vino Ramiro hace poco.
—¿Se vino con to y carro?
—Él se tiró. Se alcanzó a tirar, pero el carro sí se perdió con la carga.
Chano movió la cabeza, como negándose a ese destino. Miró el camión unos segundos, en silencio, antes de dar la orden:
—Revísale bien los frenos, que si fallan otra vez, nos jodimos.
El camión de Chano es un viejo Dodge modelo 79; tiene la carrocería picada y le chillan los amortiguadores, pero el motor funciona al pelo. Chano confía y siempre lo carga con 28 tanques llenos de combustible: unas seis toneladas. Aquella noche los caleteros amarraron toda la carga y Chano llevó el carro a un terreno baldío frente a la caleta. Las luces de las casas iluminaban la vía, y el trajín de los contrabandistas agitaba el barrio cerca de la medianoche. Solo esperábamos la orden de salida.
Hacia el noroccidente de Maracaibo, en las parroquias más grandes y más pobres, hay centenares de casas donde almacenan y distribuyen el combustible. Constantemente reciben a los surtidores ilegales, tipos que compran gasolina y diésel en las estaciones de servicio y le pagan al despachador el doble de lo que compran, para luego vender la carga en las caletas. Desde esos barrios, donde la policía patrulla poco o nada, es muy fácil acceder a las vías que conducen hacia Colombia.
A medianoche pasó un flaco y convocó a una reunión donde la patrona. Era una india de manta rosada, que llevaba dos Blackberry en la mano, un collar y varios anillos de oro. A su alrededor giraban otras mujeres, también encargadas del negocio. Los conductores, obedientes, formaron un corro esperando instrucciones. La jefa habló:
—Los que van sin lona se tiran por la Sierra. Los otros, por el tubo.
Chano respiró aliviado mientras cada cual buscaba su carro. Desde varias callejuelas salieron camiones cargados que rugían con la aceleración. Uno a uno se fueron formando, hasta crear una fila de 20 que avanzó por una vía destapada. En 15 minutos alcanzamos un punto de acceso a una carretera. Y allí, junto a la vía, nos esperaban un soldado de la Guardia Nacional y un policía, que controlaban el acceso como fiscales de tránsito. Por la carretera pasaba a altísima velocidad una caravana con camiones que pude contar: eran más de 80. Esperamos unos minutos mientras el largo tren del contrabando fluía. Entonces nos sumamos.
La gasolina en Venezuela se vende un 312 % por debajo de su costo de producción. Muchos expertos petroleros están en contra del costoso subsidio, y uno de ellos, José Toro Hardy, exmiembro del directorio de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), calcula que el Estado dedica 12.000 millones de dólares anuales a proveer el combustible más barato del mundo. El litro de gasolina venezolana cuesta 0,03 dólares, mientras Colombia la vende en más de un dólar. En ese margen está la ganancia fabulosa que sostiene el contrabando.
La sangría ilegal exporta unos 30.000 barriles diarios (a 159 litros por barril), según datos oficiales. Pero todos los expertos aseguran que la cifra es mayor. El costo de esta fuga para el Estado venezolano ronda los 500 millones de dólares cada año.
Hoy el país con las mayores reservas de crudo importa gasolina en grandes cantidades: según la Administración de Información de Energía de los Estados Unidos, ese país vendió a Venezuela durante 2013 un promedio de 3,3 millones de litros de gasolina cada día, y a esto se suma otro poco que se compra a México y Brasil. Pdvsa compra el barril en unos 115 dólares; después, lo subsidia y prácticamente lo regala a sus consumidores, pues solo recupera un 2 % del dinero invertido. El volumen importado, que cubre un 6 % del consumo diario en el mercado venezolano, podría representar solo la mitad de lo que se va con el contrabando hacia Colombia.
En la punta de la caravana viaja siempre la mosca: un automóvil donde van las indias encargadas de negociar con la ley. Cuando llegamos a Cuatro Bocas, una alcabala de la Guardia Nacional, tres soldados se dedicaron a pasar revista cabina por cabina. Al llegar a la nuestra, Chano dijo un nombre:
—Estrella.
Y eso fue todo. Los choferes pronunciaban el nombre de alguna mujer, la delegada que transa con los oficiales. Todas son wayuu, la etnia que ha poblado La Guajira durante siglos y que todavía hoy controla los negocios en toda la zona binacional. Estrella, Mariela, la China… Los soldados anotaban en pequeñas libretas para llevar el control de lo que dejaban pasar. Así, más tarde, se sentarían con ellas a concretar la transacción: tantos camiones, tanto dinero que cada una de ellas pagaría y, a su vez, más tarde cobrarían a los contrabandistas.
Durante la mayor parte del recorrido íbamos en silencio. Chano y el guajiro, ambos veinteañeros bien vestidos, iban pendientes de lo que ocurría fuera de la cabina. Chano daba instrucciones para que el guajiro acomodara el espejo derecho; pedía agua o cualquier otra cosa. De resto, callaba. Cerca de las dos de la mañana abrió la boca de nuevo:
—¿Dónde está mi yerro?
Chano hablaba de su pistola, que no aparecía. Nos levantamos y buscamos, hasta que el ayudante la encontró metida en una ranura del cojín. Chano la guardó bajo su silla y siguió manejando en silencio.
Pasamos por la zona de Carrasquero y Molinete; allí buena parte de la población vive del negocio: hay choferes, ayudantes, mecánicos, caleteros, vigilantes, guardaespaldas.
Minutos más tarde llegamos al Tubo, una alcabala importante a mitad de camino, junto al río Limón. Allí confluyen varias rutas de contrabando. Al río llegan otros contrabandistas en lanchas, que arrastran el combustible en tanques sobre el agua. En la orilla hay camiones que reciben la carga y la llevan a la frontera. Otros, a veces, van por la Troncal del Caribe, la carretera que une a Maracaibo con el puesto fronterizo de Paraguachón.
En el Tubo estuvimos una hora detenidos, más de 100 camiones apretujados en un costado de la vía. Muchos apagaron los motores mientras los guardias ejecutaban su logística: peinaron el rebaño verificando a quién pertenecía cada carro; pasaron por los corredores que formaban las hileras de camiones; anotaron los datos y se fueron.
Muchos hombres bajaron de los camiones para orinar, revisar el motor o asegurar algún tanque flojo. Chano habló un rato con un colega que se paró al lado. Cruzaron anécdotas de sus viajes y hablaron de dinero, hasta que por fin el militar a cargo, algún coronel, dio la orden de paso. La caravana pasó frente a los militares y las guajiras que ya habían negociado el soborno. Desde una fotografía inmensa, Hugo Chávez, todavía presidente, miraba al horizonte junto a un discurso que hablaba de probidad y honor.
Cada tanto, cuando el contrabando se atasca, estalla en la Troncal del Caribe un conflicto que incomunica a los dos países. En 2011, la Guardia Nacional allanó varias caletas en Sinamaica, un pueblo guajiro, y quemó lo que encontró. En represalia, los contrabandistas y muchos vecinos suspendieron el tránsito durante cuatro días. El transporte comercial se detuvo, solo dejaban pasar ambulancias y cisternas de agua.
Para frenar el contrabando ha habido muchos intentos, pero todos han fracasado. Hace tres años, Pdvsa implementó el Programa Automatizado de Venta de Combustible, que la gente llama “el chip”: un dispositivo electrónico que sirve para controlar las veces que cada vehículo tanquea. Con este plan hay un límite de litros que puedes comprar cada semana. El sistema se implementó en los estados fronterizos, pero no ha logrado detener la sangría.
—¿Aló? ¿Dónde están ustedes? Nosotros… Por aquí… Donde se para la guerrilla.
Chano, que hablaba con un compañero, cortó la llamada y siguió manejando tranquilo. A los pocos minutos llegamos a un retén, aún del lado venezolano, justo cuando la mosca parqueaba junto a la vía. Las indias se estaban bajando para arreglar el negocio, y sobre la carretera nos esperaba media docena de guerrilleros armados. Todavía estaba lejos la frontera, pero las Farc, en una diligencia que parecía rutina, recibían su mordida a escasos kilómetros de dos puestos militares. Iban camuflados, con fusiles al hombro y barbas de varios días. Había dos mujeres, y todos llevaban brazaletes con su insignia. Los guerrilleros usaban el mismo sistema de chequeo rápido: los choferes no se detenían, apenas bajaban la marcha para decir el nombre de la guajira y seguir. En total, cada camión pagó esa noche 6000 bolívares en sobornos (cuatrocientos dólares en ese momento).
Llegamos a Montelara a las cuatro de la mañana, después de recorrer unos 150 kilómetros. El caserío, con un centenar de predios, tiene una mitad en cada país y un arroyo seco que marca la división. Por todas partes hay parcelas de tierra demarcadas con alambre de púas, y centenares de tanques plásticos y de metal en los que se mueve el combustible.
El camión avanzaba entre crujidos y traqueteos por las callejuelas polvorientas todavía en penumbras. Los choferes se repartieron entre los distintos patios, listos para vender la carga a sus compradores de confianza. En uno de ellos, donde cinco camiones ya descargaban, estacionamos de retroceso. Chano negoció el precio de venta y hubo acuerdo: la ganancia esa noche fue de 1000 bolívares por cada tanque (70 dólares). Él sacaría su tajada como conductor, y la mayor parte iría a las manos del capitalista que financió la carga.
Seguían llegando camiones entre pitos y cambios de luces. Había choferes que gritaban con sus celulares; negociaban precios y cantidades antes de tomar una decisión. Pronto llegarían también los colombianos dispuestos a comprar, con pacas de billetes tan grandes como una caja de zapatos.
Otro intento por detener el contrabando fue el de las cooperativas indígenas. En 2005, Álvaro Uribe y Hugo Chávez suscribieron un acuerdo que permite a 14 cooperativas importar combustible venezolano de forma legal, y venderlo en las 140 estaciones de servicio de La Guajira en un precio inferior al estándar internacional. Las cooperativas mueven 12 millones de litros mensuales: apenas una parte de los 50 o 70 millones que mueven los contrabandistas.
A las tres de la mañana salimos de La Paz, Cesar, a buscar el combustible. Íbamos cargados de tanques vacíos, y el viejo Ford volaba rumbo a la frontera con Venezuela. Recorrimos 200 kilómetros en tres horas, cruzándonos con caravanas de contrabandistas que hacían su viaje de regreso.
—Toda esa gente viene full de gasolina —dijo el Flaco sin dejar de mirar la ruta. A mi derecha, con la cara cubierta por una camisa, su ayudante dormía.
Ya se asomaba el sol cuando llegamos a Carraipía, un pueblo arenoso ubicado muy cerca de la frontera. Allí mismo, al día siguiente, los noticieros reportarían la muerte de tres policías en una emboscada guerrillera. Aquella mañana estacionamos en una calle de tierra. El ayudante, un muchacho compacto, moreno, siempre callado y severo, sacó la guantera de raíz y cogió una bolsa de papel donde venía envuelto el dinero: cuatro millones y medio de pesos. El Flaco cerró las puertas y guardó la plata en una mochila. Teníamos que ir a Maicao para cambiar de moneda:
—Hay que comprá bolívares. Los venezolanos no reciben otra cosa.
El Flaco hizo una llamada y a los pocos minutos llegó un automóvil a buscarnos. Es un servicio que los contrabandistas usan por seguridad: si entraran a Maicao con un camión cargado de tanques plásticos, todos sabrían que llevan efectivo para comprar gasolina. Sería un robo seguro.
A las siete llegamos a la plaza del pueblo, donde se reúnen cada mañana decenas de cambiadores en oficinas y puestos callejeros. El Flaco tocó una puerta de vidrio oscuro y entramos a un cubículo estrecho: un tipo rechoncho de bigotes contaba dinero en una máquina.
—¿Cuánto traes?
—Cuatro y medio.
—La vaina está buena, te estás llenando.
—Qué va.
Hicieron la operación en silencio y a los pocos minutos salimos con una paca de bolívares tan grande como una caja de zapatos.
Desde La Guajira colombiana salen centenares de contrabandistas rumbo al Cesar. Viajan en caravanas de Renault 18, viejos bólidos que se compran por 2,5 millones de pesos: máquinas bien aceitadas bajo carcasas lastimosas que viajan a velocidades altísimas conducidas por pelaos; conductores suicidas que viajan con el pecho pegado al volante y 50 pimpinas de gasolina acomodadas con gran habilidad. Con frecuencia chocan, se matan, y sobre el asfalto quedan las huellas de sus conflagraciones frecuentes.
Al Cesar llegan también camionetas Bronco, de mayor capacidad, igualmente repletas con 100 pimpinas de 25 litros cada una. Llegan además carrotanques en manadas, todos listos para surtir un mercado que es capaz de vender, cada semana, seis millones de litros de combustible. Es decir, 550 millones de pesos cada siete días.
El ayudante escondió los bolívares en el fondo de la guantera y salimos. Avanzamos unos pocos minutos hasta llegar a una finca ubicada a orillas de la carretera. Un niño wayuu vigilaba un portón que debíamos cruzar. El Flaco le dio un billete y el chico abrió. Allí empezaron dos horas y media de una marcha lenta, por un camino de tierra y piedras que impedía superar la primera velocidad. Vimos casas paupérrimas, criaderos de cerdos y chivos. Vimos un sembradío de maíz completamente abandonado.
Un kilómetro más adelante llegamos a un nuevo portón de madera, alto y pesado. A poca distancia se veía una casa amplia bien mantenida, con techo de teja y anchos corredores. Un hombre controlaba el acceso bajo la sombra de un árbol inmenso.
—Este es el retén más duro. De regreso, cuando vengamos cargaos, hay que pagá 30.000, pero el hombre mantiene la vía buena y nos deja trabajá. Hay otra ruta, cruzando otra finca, pero aquel tipo sí cayó en la mala con la guerrilla. Dicen que dejó de pagá la vacuna y un día le cerraron el paso. La guerrilla cogió tres camiones cargaos y los quemó. Ya nadie pasa por ahí.
Rayaba el mediodía cuando por fin llegamos a Montelara. De día se veía más claro el panorama: decenas de casas expuestas al sol del desierto; casas con techos de lata y cercas de alambre, ni un solo metro de pasto, pura tierra amarilla. Solo los wayuu, duros como el cuero seco de los chivos que pastorean, han sido capaces de sobrevivir en este infierno árido durante siglos.
Los patios donde compran, almacenan y venden la mercancía se siguen multiplicando a un ritmo veloz. Se ven varios en construcción, armazones de madera y zinc que darán cobijo a nuevos expendios en cuestión de días. A uno de esos patios, regentado por el Mocho, llegamos con el camión. El Mocho apenas pasa los 30 años, pero lleva muchos en el negocio. Le falta un brazo, pero se mueve con agilidad usando el que le queda. Lleva siempre un sombrero de paja muy ancho que lo protege durante la jornada. Y mueve bastante dinero, pero gasta demasiado.
—Este vergajo ha tenío tres Toyotas y toítas las esmigaja —lo acusó el Flaco.
El otro sonrió con algo de vergüenza. Después ambos vieron pasar un camión nuevo y el Mocho ofreció:
—Le vendo uno igualito.
—¿Venezolano o colombiano?
—Venezolano.
—¿Robao?
—Pues claro, barato.
—Nombe. ¿Qué voy a hacé yo con un carro robao que no se puede usá en Colombia? Mejor termino de arreglá este —dijo el Flaco y pateó las llantas de su Ford, que todavía está pagando en cuotas mensuales.
Bajo aquel sol nocivo pasamos dos horas, mientras el Flaco y su ayudante llenaban los 24 tanques plásticos arriba del camión. En tierra, con una bomba, dos tipos con botas de caucho impulsaban el combustible desde sus tanques metálicos. Sudados y sucios, el Flaco y su ayudante contrastaban con sus colegas venezolanos: aquellos, ubicados muy cerca de la llave por donde sale el combustible, “vigilados” por autoridades más corruptas, viven de un oficio más fácil y más rentable.
Cuando por fin llenaron, arreglaron el negocio frente al rancho de lata que hacía las veces de oficina. El Flaco y el Mocho gastaron varios minutos contando los fajos. Y desde el terreno vecino, encaramado en una estructura en construcción, bajo el sol que no daba tregua, un obrero requemado miraba los billetes con la envidia dibujada en el rostro.
Antes de dejar Montelara paramos a almorzar en un ventorrillo. En una mesa contigua, dos contrabandistas intercambiaban anécdotas de robos y emboscadas: por estas tierras es muy frecuente que los bandidos intenten robar la carga a tiros.
El Flaco terminó de comer y se recostó en la silla con las piernas estiradas. Se veía cansado, pero también satisfecho.
—Uh, carajo. Quién estuviera en una oficina con aire acondicionao… Nombe, qué va. Yo toy muy acostumbrao a esto. Me gano 500 en un día; un millón. ¿Y quién me va a da trabajo a mí?
De regreso, con el camión cargado, pagamos doce peajes improvisados: niños harapientos y mujeres sin oficio cerraban el camino con una cuerda. Esa pobre gente veía pasar el dinero frente a sus casas y no podían dejar de participar. El Flaco llevaba un rollito de billetes listos para ir pagando. Su ayudante se quejaba:
—Este negocio tiene muchos socios.
—Cómo se hace, primo. Esta tierra es de ellos y si no quieren, no nos dejan pasá.
De Venezuela sale combustible hacia tantos lugares. Hay mafias que lo llevan a Brasil después de cruzar la selva; hay barcos atuneros que no pescan atún: en sus tanques clandestinos llevan derivados del petróleo a Aruba y Curazao. Hay, también, un ejército incontable de contrabandistas que mueven gasolina y diésel hacia Colombia, a través de la extensa frontera entre los dos países. Cruzan por Los Llanos en la zona del Arauca; por Los Andes en la región del Táchira; y por el norte, en rutas que cubren las tierras inhóspitas de La Guajira. Pero no hay —no conozco— un pueblo que haya sido secuestrado por el negocio como ocurrió con La Paz.
Dos noches antes del viaje a la frontera hice allí un recorrido. Me llevó Pacho, el rubio taimado, una suerte de contrabandista de bajo perfil. Su carro casi nuevo había sido adaptado para pasar desapercibido: limpio y bien mantenido, escondía bajo los asientos un tanque de 200 litros.
Aquella noche el pueblo hervía de actividad. Desde la entrada, a orillas de la carretera, vimos ventorrillos donde se despachaba gasolina a toda hora.
—Mira, ahí la venden y ahí mismo duermen —dijo Pacho.
En un tramo de 200 metros había decenas de casuchas construidas con láminas de metal y palos de madera. Adentro había cambuches y cocinas improvisadas, donde dormía el encargado del puesto. Y al lado, apoyada sobre el piso de tierra, la respectiva máquina dispensadora, los tanques para almacenar y, afuera, baldes, filtros y mangueras. Cada diez metros había un tarantín instalado, y todos competían desesperados por vender.
A menudo, la geografía bendice y condena. La Paz tiene 22.000 habitantes, y su ubicación ha sido fundamental en el negocio: el corredor por donde viaja el combustible desemboca aquí.
Los contrabandistas empezaron a viajar por esta zona desde los años cincuenta, cuando traían bultos de cigarrillos, luego marihuana y más tarde electrodomésticos. Desde entonces se trazaron los primeros caminos rurales, se empezó a sobornar a las autoridades y se acumularon las fortunas más antiguas. Así se perfeccionó el método que hoy sirve al negocio del combustible.
Los periódicos del Cesar publican con frecuencia alguna noticia relacionada con el contrabando: decomisos, capturas, heridos y muertos. Por esos días, en varios diarios, circulaba un informe elaborado por la Universidad Popular del Cesar y Ecopetrol. El informe contenía un censo con numerosos datos, entre ellos un conteo de las casas donde se almacena y se distribuye a otros lugares (320), y los puntos de venta directa (509). En aquel mapa, el pueblo parecía atacado por un sarampión virulento.
—¡Ojo, ojo!
Nos incorporábamos a la carretera en Carraipía cuando nos dieron la voz de alto. Ocho camiones cargados estaban escondidos en un potrero junto a la vía. Y una veintena de contrabandistas esperaban que se despejara.
—Hay ley, primo.
Estacionamos el Ford bajo un árbol y nos reunimos con los demás, sentados en la orilla de la carretera. Casi todos eran veinteañeros, excepto uno: un tipo que rozaba los 40 y era el más entusiasta. El tipo decía que estábamos perdiendo el tiempo, que debíamos avanzar y buscar la manera de atravesar el cordón policial.
—Somos bien cobardes nosotros. Ahí no puede habé más policías que contrabandistas. ¡Vamos, ellos se quitan porque se quitan! —insistía, pero los muchachos lo miraban entre incrédulos y divertidos.
En el cinto del pantalón, bajo la camisa, llevaba una pistola. Los muchachos reían mientras lo escuchaban, y el cuarentón caminaba en círculos agobiado por la ansiedad. Algunos hicieron llamadas tratando de recibir información. Y la consiguieron.
—¡Hay vía, hay vía!
Abordamos en tropel y retomamos el viaje. La caravana avanzó rápidamente, sin retenes ni policías a la vista. Solo encontramos una alcabala del ejército, pero el contrabando no figura entre sus competencias. El contrabando es asunto de la policía. Aquella tarde los soldados se hicieron a un lado y nos dejaron seguir. Después de muchas horas por caminos tortuosos, horas de polvo y piedras, era un alivio avanzar sobre asfalto uniforme. Cada minuto rendía muchos metros y daban ganas de seguir hasta La Paz, donde el Flaco vendería feliz sus 5000 litros de combustible.
Pero la fantasía duró poco. Más adelante llegamos a un punto donde debíamos decidir:
—Si nos tiramos derecho a lo mejor hay un retén, y toca pagá como 800. Si cogemos por Los Remedios vamos seguros.
Los Remedios era una nueva trocha, una de tantos caminos de herradura que cruzan La Guajira colombiana; pasadizos rurales que forman una red inabarcable, tan grande que los policías no pueden cubrirla.
Rápidamente el sendero empezó a reducirse, hasta convertirse en un pasadizo lleno de maleza y grandes árboles, donde el Ford traqueteaba rozado por la vegetación. Cruzamos bosques y ríos, y en un momento dado empezamos a ascender.
—Aquí más adelante tenemos que repartí la carga.
—¿Cómo así?
—Vamos muy pesaos. Ahí se para siempre un camión que uno le paga y ayuda a subí una loma que viene más alante. Si subimos así como vamos, es peligroso.
Pero llegamos al punto y no había nada. Solo un anciano y otro tipo que fumaban callados en medio de la oscuridad.
—Oiga, primo, ¿y el carro que sube carga?
—Ese no vino hoy. Ta por allá abajo haciendo un mandao.
—Ah, carajo.
—¿Cuánto lleva? ¿Muy pesao?
—24.
—Ah, así no sube. Mejor deje la mitá aquí. Sube, deja la otra parte allá arriba y viene a buscá esta. Así va seguro. Cargao es mucho riesgo.
El Flaco se lo pensó unos segundos y decidió:
—Yo subo solo, por si acaso. Ustedes se van a pie.
Y arrancó dejando una espesa nube de polvo. El ayudante echó a correr cuesta arriba, y en pocos minutos me quedé solo. Grité y silbé varias veces, pero nadie respondió. Arriba, por el camino serpenteante, solo se veían las luces del camión que se alejaba en la oscuridad de la montaña. El ruido del motor se desvaneció cuando cruzó la última curva, y el silencio, apenas roto por la brisa, se adueñó de todo.
Costaba distinguir el camino en aquella noche sin luna. A un lado estaba el cerro; al otro, el abismo. Por seguridad me mantuve del lado derecho, tropezando a cada rato con los desniveles del camino. Jadeaba y sudaba a chorros, aunque la noche era fresca. Lo que sentía era angustia y físico miedo. ¿Cuánto tardaría en llegar a la cima? ¿Estarían esperando? Cada tanto me detenía a descansar y miraba hacia arriba: un espectáculo abrumador de estrellas se amontonaba en el cielo; las copas de los árboles describían una danza majestuosa. Daban ganas de quedarse a esperar la luz del día, pero tenía que salir de allí. Así que caminé, y al cabo de una hora por fin llegué a lo alto del cerro. Con el viejo Ford estacionado, el Flaco y su ayudante esperaban impacientes.
—¡Vámonos, de una!
Dimos toda esa vuelta, de casi cinco horas, solo para evitar un retén policial que ni siquiera era seguro. Pero ante el riesgo de perder la carga, cualquier travesía es preferible. La ruta nos devolvió a la carretera y paramos cerca de la medianoche a descansar en el patio de un taller, donde nos encontramos con otros compañeros de viaje. Allí, parapetados en la cabina del Ford, incómodos y extenuados, dormimos por primera vez en 20 horas de viaje.
Pacho y su cuñado Ramón comparten un patio en San Diego, un pueblo ubicado a solo cinco kilómetros de La Paz. Allí la historia es otra: aunque está muy cerca del emporio gasolinero, San Diego no se ha contagiado por el gusanillo de la fortuna súbita. Hay algo en el espíritu de sus habitantes —alergia al riesgo, aprecio genuino por el sosiego— que los vuelve reacios al azar. Pacho y Ramón son los únicos que venden combustible. Sus casas dan a un patio común, y allí, detrás de un portón alto y sólido, se ve el desorden del negocio: un tanque de 1000 litros, decenas de pimpinas, mangueras, una bomba, dos carros con tanques secretos y una camioneta.
Aquella mañana, antes de salir de La Paz, estaban afanados: Ramón preparaba un embarque de diésel que llevaría a Cuatro Vientos, un caserío ubicado a tres horas hacia el sur, viajando por una trocha casi intransitable (allí se venden entre 30 y 40 carrotanques semanales de combustible para tráfico pesado). Cuanto más se aleja el combustible de la frontera, más caro y rentable se vuelve.
Mientras Ramón llenaba el tanque de su sedán, Pacho descargaba el suyo con método, muy limpio, casi siempre en silencio. Había inclinado el carro para facilitar la tarea, y llenó varias pimpinas de gasolina ayudándose con la gravedad y chupando a cada rato la punta de una manguera. Pacho ha trabajado siempre en el negocio del transporte público:
—Pero eso ya no da, primo. Los piratas perratearon el negocio y ya uno estaba trabajando por 10.000 pesos diarios. ¿Quién vive con eso? La idea mía es ahorrá y comprá un taxi, y salime de esto, primo. Esto es muy peligroso, vive uno con la muerte en la espalda: 200 litros de gasolina en un carro. Una bomba.
Pero salirse no es fácil. El problema de Pacho y Rafa es el mismo de tantos otros: ni siquiera terminaron el bachillerato. Esta zona, ahora dominada por las multinacionales del carbón, solo ofrece oportunidades a unos pocos, y hay que estar preparado. El contrabando es la tabla que ha salvado a muchos del naufragio. La Paz es solo un caso, el prototipo que refleja la situación de muchos pueblos del Caribe colombiano: allí hay un 80 % de desempleo, y tres cuartos de la población vive de la gasolina. El 58 % de los hombres que se dedican al contrabando no tienen formación para aspirar a un trabajo bien remunerado.
Pacho suspende un momento la carga de su carro para vender un poco de gasolina a un cliente que acaba de llegar. Pacho recibe el billete y llena el carro con una pimpina. En la última maniobra derrama un poco de líquido y reacciona doblando la manguera. Parece que en ese momento, cuando mira la mancha de gasolina en el suelo, surge la reflexión:
—Este negocio no se acaba nunca, primo. En Venezuela esto es agua, y acá es oro.
A las dos de la mañana nos despertó el ruido de una caravana. Más de 20 camiones pasaban cargados por la carretera, uno tras otro, como un tren decidido y sin obstáculos. El Flaco prendió el Ford y nos fuimos.
Tuvimos que volar para alcanzar al último de la caravana, pero era un viaje que debíamos aprovechar: cuando los contrabandistas se juntan, es más difícil detenerlos, y también es más fácil negociar. En la caravana iban dos carrotanques y varios camiones que le pertenecían a un “duro”: algún capitalista con músculo para sobornar a la autoridad donde fuera necesario. Los demás íbamos colados. Así pasamos por varios pueblos, mientras la mosca, una Toyota blanca, iba en la punta arreglando con la policía. Cada vez que llegábamos a un retén, la mosca se estacionaba junto a la patrulla de turno. El patrón pagaba por sus carros, pero también pagaba por nosotros y por cualquiera que se hubiera adherido. Más adelante el Flaco tendría que responder.
Faltaban unos pocos kilómetros para llegar a La Paz. Pero algo salió mal: la noche anterior habían instalado un puesto móvil de la policía antes de entrar al pueblo. Así pretendían detener la entrada de gasolina que venía bajando desde La Guajira. La mosca desvió y nos metimos a un pueblo llamado La Jagua del Pilar.
Amanecía y muchos vecinos barrían o regaban sus jardines. Miraban la caravana con asombro; jamás habían visto pasar por allí un grupo de contrabandistas. Pero colaboraban: en varias esquinas los viejos del pueblo nos guiaban con señas. Pronto salimos y empezamos a ascender una nueva serranía. La caravana parecía una serpiente ruidosa que reptaba por el costado de la colina. Subíamos y el clima se enfriaba, hasta que nos encontramos en lo alto con un clima templado. Desde allí veíamos toda la llanura del Cesar, la región que íbamos a suplir de combustible en pocas horas.
Cada tanto nos deteníamos a esperar información. Eran recesos breves, no más de cinco minutos, mientras el patrón recibía datos de sus informantes ubicados en la vía. Así nos asegurábamos de encontrar el camino libre. Después bajamos, atravesando dos pueblos de montaña detenidos en el tiempo: casas de barro y caña brava, gente con la inocencia en la mirada. Y por fin, con la cabina cubierta de tierra, después de respirar mucho polvo, llegamos a La Paz, de donde habíamos salido 30 horas antes. La mosca se detuvo y el patrón se acercó.
—Me debéi 200; te pagué tres retenes. En Urumita se querían poné brutos: les iban a echá plomo a ustedes.
—Qué va, eso es puro terrorismo que meten pa que uno pague.
El Flaco restó importancia a la amenaza y convino que pagaría al llegar al parqueadero. Arrancamos y entramos al pueblo. Por todas partes había movimiento de camiones y carrotanques que llegaban a surtir. El Flaco vendería al día siguiente, después de descansar. Sus cuatro millones y medio se habían convertido en nueve. De allí sacarían los gastos del viaje, el pago del ayudante y la ganancia. Con el capital de siempre en dos días, saldría otra vez rumbo a Montelara.
Estacionamos, bajamos del Ford y caminamos rumbo a la calle. Por primera vez en un día y medio, pensé, nos libraríamos del constante olor a gasolina. Pero qué va: cuando avanzamos por el parqueadero, nuestros pies se hundían en el suelo húmedo. Allí, otra vez, la tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible.
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