"Juan" fue mi estudiante. Era del grupo de niños que llegaba solo a ese horno con piso de tierra al que llamaban escuela. Fue invisible para la escuela, la familia, el Estado, pero no para la pandilla. Y debo admitirlo, para mi también.
Estéfani Guandique/Blogs
¡Yo lo conocía!
Yo lo conocí cuando inicié mis horas sociales en el Centro Escolar de mi colonia. Era de piel morena, flaquito, de ojos brillantes y una hermosa sonrisa. Tenía como 7 años y era uno más de los cuarenta y tantos estudiantes de primer grado. Lo llamaré “Juan”
.Tenía el utópico sueño de ser profesora, ellos y ellas el utópico sueño de ser doctores y doctoras, algunas modelos, microbuseros y otros muchos no tenían ningún sueño.
Ahí desde el otro lado, siendo asistente de profesora, me di cuenta que el primer lugar donde reina la impunidad y la violencia era la escuela. Desde la injusta y precaria situación de meter de 1 a 4 de la tarde a más de cuarenta niños en una asfixiante galera de lámina, con el suelo hecho de tierra y un par de letreros polvorientos en la pared; hasta conocer el horrible sentimiento que causa la injusticia cuando nadie te escucha, ni te defiende y mucho menos te consuela.
Juan era uno de esos tantos niños invisibles es su casa, llegaba solito a la escuela a enfrentar la cruda realidad de tener que sentarse horas a copiar de la pizarra letras que no entendía. Él como muchos de sus compañeros y compañeras, iba por primera vez a la escuela en medio del horror y la incertidumbre.
-Usted no les haga caso, si uno se pone a ponerles atención a todas las quejas se vuelve loco y aquí no se hace nada- Ese fue mi primer gran consejo pedagógico, brindado por una profesora mal pagada desde hace más de 15 años. Ese consejo me dejó sorprendida, pero dígame alguien ¿Qué hace una sola mujer en condiciones precarias durante medio día con más de 40 niños hacinados a los que tiene que enseñarles a leer a toda costa? Era la realidad de la profesora de Juanito.
Aún los recuerdo, eran dulces criaturas necesitadas de atención, vergonzosamente para mi, de vez en cuando hacía caso del consejo y me volvía esa justicia ciega que solo perpetua la impunidad para el más desvalido. Pero ellos que no conocen de rencores al verme, corrían a abrazarme y me envolvían en el más maravilloso amor que ha tocado mi piel; esa era una estampida de amor que muchas veces estuvo a punto de tirarme al polvoriento suelo.
Juanito quien por misteriosas razones de la vida estaba entre "el mismo grupo de siempre", que hacían bromas, que se golpeaban con ira de vez en cuando, olvidándolo a los 10 minutos. También era entre todos especialmente servicial y cariñoso, adoraba que lo pusieran a ayudar a otros; me veía en la calle y corría a abrazarme.
Pero yo fui tan cobarde, que elegí hacer mis horas sociales en otra parte. Los veía en la calle y me saludaban con una hermosa sonrisa y sus manitas levantadas diciendo –adiós-, me decían -¿Porqué ya no llegó? la extrañamos-. Uno de esos amorosos saludos era el de Juanito.
Yo seguí mi vida. Dentro del mismo agujero en la tierra que servía de colonia y casa para todos ellos y yo, los veía cada vez más y más grandes desde lejos. Pasaron 7 u 8 años, llegó el fatídico día en que Juanito perdió su hermosa sonrisa y el brillo de sus ojos; empezó a ignorarme evadir mi mirada, no puedo culparlo, toda su vida los adultos habían hecho eso con él ¿Por qué habríamos de pedirle algo diferente?
Encontró quién le hiciera sentir parte de una familia, quien le pusiera verdadera atención, ahí le quitaron su espíritu alegre. Ahora su hermosa sonrisa la tapa un cigarro, habla en código, le dieron un nombre nuevo hoy es "El malo", pero no importa cómo hoy se llame, la gente lo ve en la calle y ahora le tienen miedo.
Pasó de ser de la infinidad de niños y niñas ignorados y maltratados en El salvador, a engrosar las listas de pandilleros que atemorizan a la nación, a convertirse en parte del chivo expiatorio de las fallidas políticas del Estado, de la avaricia de los poderosos. Fruto del individualismo de los vecinos, de los padres que no se hacen cargo de sus hijos y aun de la cómplice iglesia -póngale el nombre que quiera- que no hace nada para cambiarles su futuro y quieren "rescatarlos " hasta que sus manos están manchadas de sangre.
Fruto de mi cobardía. Cada vez que lo veo escondido tras la sombra de una esquina, o huyendo de la policía; un dolor enorme me atraviesa el pecho y me lo trago absteniéndome las enormes ganas de pedirle perdón, y me pregunto ¿Qué hubiera sido de él si yo lo hubiera ayudado?
Así es señoras y señores ¡yo lo conocía!
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