Iván Escobar
La masacre indígena de enero de 1932 marcó un antes y un después en la historia salvadoreña, y dio paso a una dictadura militar que se impuso sobre el pueblo durante más siete décadas consecutivas, y es que la nación vivió bajo la conducción de gobiernos de corte militar.
A penas cien años antes, Anastacio Aquino, líder indígena, ya había encabezado una rebelión campesina que también fue reprimida en la zona paracentral del país, específicamente en las comunidades de los Nonualcos, ante la explotación campesina por parte de los productores de añil.
Ya en 1932 la situación fue mucho más abrupta. La matanza indígena fue de grandes dimensiones, se concentró en la zona occidental del país, afectando las comunidades originarias de Sonsonate, Ahuachapán y Santa Ana, algunas poblaciones de La Libertad también fueron impactadas por la represión. Algunos documentos e investigaciones hasta ahora no dan datos reales de cuántas personas fueron masacradas.
Se habla que murieron 10 mil, 30 mil o más de 40 mil indígenas a manos de las fuerzas militares de la época, quienes los reprimieron bajo la acusación de ser comunistas. Se dice que en Latinoamérica, la masacre de 1932 es la mayor matanza y cruel suceso, después de la conquista española.
Fosa común en la que enterraban a los indígenas alzados en armas en 192.
Y es que la dictadura que semanas antes se había instalado en el país, estaba encabezada por el general Maximiliano Hernández Martínez, un hombre que se caracterizó por ser fiel a la doctrina militar y al nacionalismo, también en sus años de gobierno se caracterizó por el abuso del poder.
Para 1932 la situación de las familias campesinas en El Salvador era deplorable, la explotación y marginación iba en expansión por parte de sectores económicos de poder en aquellos tiempos propietarios de las fincas cafetaleras, quienes con su producción sostenían la economía local, pero el principal problema era que la gran mayoría de población no gozaba de los beneficios del grano de oro.
El mayor impacto en las comunidades indígenas fue perder sus tierras, lo cual los dejaba en la exclusión y marginación total. Sumado a esto las políticas impulsadas por la dictadura que cada vez se intensificaban en contra de la población.
El líder indígena Feliciano Ama, y otros, se levantaron para defender a sus comunidades, y frenar la represión. Sectores populares, sindicatos y fuerzas sociales se sumaron a la rebelión, la respuesta del General Martínez fue el uso desproporcionado de la fuerza militar, dejando como resultado, la masacre del 22 de enero de 1932, la cual se prolongó en por varios días en persecución contra todo aquel indígena hombre, quienes al ser capturados eran fusilados en plazas públicas y enterrados en fosas comunes, ante la mirada de otros que lograron sobrevivir ocultándose en los cerros, dejando de lado sus tradiciones, su lengua, su cultura, para pasar desapercibidos y lograr ocultarse de la dictadura.
“Entre el 19 y 21 de enero comenzaron a llegar a la capital noticias alarmantes. El gobierno, que había decretado el Estado de sitio, se dispuso a la defensa de la ciudad, concentrando a la guarda… la insurrección se desató la noche exacta para la que estaba predicha, la noche del 22 al 23 de enero… Uno de los asaltos más fieros, y el más exitoso, fue hecho en el pueblo de Juayúa…”, se relata en el capítulo séptimo del libro: “El Salvador, 1932”, de Thomas R. Anderson.
El movimiento incluyó la participación de líderes del Partico Comunista, como Farabundo Martí, quien fue apresado y posteriormente fusilado por el régimen junto a otros revolucionarios.
Roque Dalton, en el libro: “Historias Prohibidas del Pulgarcito”, citaba en el poema “Todos”: “Todos nacimos medio muertos en 1932, sobrevivimos pero medio vivos cada uno con una cuenta de treinta mil muertos enteros que se puso a engordar sus intereses sus réditos y que hoy alcanzamos para untar de muerte a los que siguen naciendo medio muertos…”.
En la revista “Trasmallo”, edición #3, destaca en una investigación sobre la masacre de 1932 que “…El temor y el odio de las clases bajas, combinados con una transformación de las mentalidades causada por la Primera Guerra Mundial, condicionaron un “acomodamiento a la muerte violenta y una indiferencia por la vida”…”.
Hay que recordar que de la masacre de 1932 fue un tema que poco o nada se habló durante los gobiernos de corte militar y de derecha en El Salvador. Era un tema tabú. Las primeras investigaciones fueron escasas, y los gobiernos se dedicaron a invisibilizar las comunidades indígenas en el país, un ejemplo de ello, es la pobreza en la que continuaron sobreviviendo, y perdiendo todos sus derechos.
La investigación de la revista “Trasmallo” detalla que la represión se concretó en tres etapas. La primera etapa se dio a partir de la “derrota de la insurrección”, que incluyó persecución militar y ejecución de miles de personas; una segunda etapa, referente a la “derrota militar” y tuvo lugar entre el 25 de enero al 13 de febrero, donde se dieron “dos masacres” en Nahuizalco; ya en la tercera etapa, coincidió con la segunda, extendiéndose a un área mayor, y fue entre el 25 de enero hasta finales de marzo de 1932, se precisa.
Hay que recordar que toda esta represión incidió en los pueblos originarios que perdieron su identidad, su lengua, decisión que tomaron sus pobladores para no ser víctimas.
Hoy en día el tema es más discutido en diversos ámbitos: foros en universidades, conferencias, exposiciones artísticas que dan a conocer con mayor protagonismo estos hechos que dejaron una huella imborrable en la sociedad salvadoreña, sobre todo en las comunidades indígenas que a 84 años de la masacre siguen clamando justicia y reivindicación por la memoria de las víctimas de la masacre de 1932.
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