Pasó por decenas de controles pero, al final, logró entrar en la pandilla más peligrosa del mundo. Y se rodeó de violaciones, palizas, torturas y ajustes de cuentas indiscriminados
Foto: Un miembro de una mara fotografiado en la prisión de Quetzaltepeque, en El Salvador (Reuters).
Alberto G. Palomo. San Salvador
No se puede decir que Juan José Martínez sea un antropólogo al uso. Su estética de camiseta clareada y bermudas desgastadas lo aleja del prototipo que marca la academia. Tampoco ayuda su abultada perilla ni una desigual cresta aliñada con aretes en las orejas. Su discurso, por el contrario, es ordenado. Plagado de nombres, referencias y anécdotas de memoria enciclopédica. Narra con pasión, a balazos. Igual que escribe. Cada sentencia es un puñetazo de angustia. Sensación que provoca 'Ver, oir y callar', una recopilación de notas tomadas a lo largo de un año desde el corazón de la 'mara' Salvatrucha.
Para escribirlo no le hizo falta viajar la tierra de los 'dowayos', en Camerún, como hizo su colega de profesión Nigel Barley, que puso en alza el oficio gracias al éxito de 'El antropólogo inocente'. Le bastó una malograda moto china y la valentía de internarse en una de las pandillas más peligrosas del mundo. La mara Salvatrucha tiene sitiado al país donde nació Juan José Martínez hace 30 años, El Salvador, y a toda la región. Su enfrentamiento con los de Barrio 18 provoca desde hace años la muerte de miles de personas. 6.670 en 2015. La cifra más alta de su historia. Por encima de sus más cercanos rivales en este funesto ranking, Honduras y Venezuela, y a la altura de naciones en conflicto bélico.
Se calcula que en El Salvador hay cerca de 100.000 pandilleros en activo y un millón de personas relacionadas con las maras, que prestan ayuda o se cobijan bajo su sistema
Datos que engrosan estadísticas pero que para Juan José Martínez son el reflejo de un profundo problema social. Él, acostumbrado a manejar números en informes universitarios encargados desde varios puntos del planeta, necesita darles una explicación. Ponerles nombre. Meterse en el barro, en suma. Algo relativamente sencillo para cualquiera de los 6,3 millones de habitantes de El Salvador, pero que puede resultar más que inseguro. Puede llegar a ser un camino de no retorno.
Hay que tener ganas. Y tiempo. A Martínez le costó meses entrar en contacto con los mareros. Lo consiguió gracias al trabajo que desarrollan decenas de ONG en el lugar. Aun así, necesitó semanas para ser integrado. Pasó por decenas de controles y momentos de desconfianza que pueden suponer el empujón final entre la vida y la muerte. Al final, lo logró, incluso hizo amistad. Y se rodeó de violaciones, palizas, torturas y ajustes de cuentas indiscriminados. La tónica habitual de este territorio de apenas 21.000 km2 con una tasa de homicidios de 101 personas por cada 100.000.
"La violencia en El Salvador está bien democratizada", afirma nada más arrancar, casi a modo de resumen. Lo hace en el patio trasero de un hospedaje que regenta un familiar. Por las cien páginas que narran estos doce meses de bitácora, de enero a diciembre de 2010, cabalgan gritos de desesperación y momentos tensos. Los personajes, reales, responden al apodo que les dio la banda: Little Down, El Destino o Moxy. Mareros de barrio que confeccionan lo que en el argot se denomina 'clica'. "Son las células más pequeñas, lo más importante. Más que la pandilla vista como algo transnacional porque eso no existe. Son un conjunto de grupos, una gran 'clica'. Para entenderlas hay que ir ahí", explica.
Un miembro de una mara en la prisión de máxima seguridad de Izalco, en Sonsonate, El Salvador (Reuters).
Cien mil mareros en activo
Se calcula que en El Salvador hay cerca de 100.000 pandilleros en activo y un millón de personas relacionadas con las maras, que prestan ayuda o se cobijan bajo su sistema. Su magnitud se extiende a todos los rincones del país, pero predomina en los barrios, en las colonias. Y la ciudadanía soporta el peligro constante de cruzarse en su camino o de ser extorsionado con el denominado 'renteo', una especie de impuesto revolucionario que paga el grueso de la población: taxistas, conductores de autobús, tenderos o simples vecinos. "Todo lo que se mueve es extorsionable. La gente vive en un tremendo estado de alerta y de estrés", asegura Martínez.
Conforme a lo que experimentó en el distrito Mejicanos de la capital, dentro de la colonia Montreal, los miembros de estas organizaciones hacen de sus compañeros de batalla su familia. Su único entorno. Chicos -niños- de personalidad dúctil que, captados desde jóvenes como simples informantes, promocionan con velocidad a la cúpula ante el continuo tráfico de ataúdes. "Las pandillas provienen de finales de los ochenta, cuando los salvadoreños empezaron a instalarse en Los Ángeles emigrados por la guerra (que duró de 1979 a 1992). Allí se repartieron en calles, generalmente segregadas por nacionalidades. Cuando los deportaron, volvieron a un país del que no sabían casi nada y cuyo tejido social estaba irremediablemente roto. Calcaron el modelo y han ido mutando hasta diseminarse y controlar toda Centroamérica", explica. "Ahora son pandas de delincuentes sin una estructura planificada. Actúan de forma anárquica, sin medios ni comida y sin apenas comunicación entre los grupos. Y necesitan la confrontación, al contrario que el narco".
El antropólogo Juan José Martínez (Foto: J. Arcenillas).
Los barrios, donde reside el 80% de la población, están bajo su posesión. Son sus feudos. Y tanto en áreas rurales como urbanas su presencia viene marcada por pintadas en las paredes con los números 18 o las letras MS. "El Salvador es un país de fronteras invisibles", indica. Un paso en falso o un desvío erróneo te pueden convertir en víctima de cualquiera de las dos pandillas, cuya razón de ser es eliminar a la otra. Por eso, la mañana que comienza su trabajo de campo está plagada de malos augurios: es día 18 de mes, una fecha marcada en la Salvatrucha por posibles ataques del Barrio 18. Lo mismo que ocurre en el bando opuesto con el día 13. Suelen ser jornadas de cacería. Y la estela que dejan es un contraataque del rival. No muy distinto, por otra parte, del resto de casillas del calendario: hay una media de 20 asesinatos al día y decenas de caso de desapariciones que se acumulan en los archivadores de la fiscalía.
Un engranaje que responde al esquema binario de sus cortas existencias: matar y evitar ser matados. "La lógica de las maras sigue siendo la misma. Un puñado de jóvenes jugando a la guerra. Jugando a matarse", escribe como reflexión antes del epílogo, donde recorre los avances del país entre su estudio, hace cinco años, y la actualidad. "No se ha conseguido nada. El Estado no lo entiende porque lo ve desde muy lejos. Mientras, el pueblo se divide en un amor/odio hacia las maras. Por un lado, atemorizan al país, pero por otro están las disputas intrafamiliares, la policía, los grupos de exterminio, formados por excombatientes, los ladrones, que se rinden a ellas y que tampoco los quiere nadie", apunta.
"Me interesa ver cómo la pandilla es el último eslabón de una serie de procesos que empezó sin querer desde la colonia y que parece una buena forma de explicar el país. Entendiéndola como estructura, creo que se conocen muchos sucesos históricos que a mí me interesan desde un punto de vista antropológico y humano", aclara. "Es uno de los fenómenos más cabrones, que más afecta a la vida de la población y sobre todo de las poblaciones subalternas, que son los que siempre pagan el pato. Y es la labor de los académicos aportar información para que se hagan mejores políticas públicas", concluye a pocos metros de su campo de trabajo. Que no es la jungla o una remota aldea en el desierto sino el edificio o la acera de enfrente.
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