Claribel Alegría
Los episodios en que se destaca el heroísmo de la mujer salvadoreña son incontables. Por cada uno, reconocido públicamente, hay muchos más que pasan inadvertidos porque todos los testigos han muerto.
Mélida Anaya Montes, comandante “Ana María”, nos contó la historia de una maestra de primaria que se llamaba Inés Dimas. Inés había sido condecorada por la asamblea nacional con la medalla al Mérito Magisterial Santiago Ibarberena: una distinción codiciada por todos los miembros de ANDES, el sindicato de maestros y profesores de El Salvador.
Inés —nos cuenta Ana María— era militante de las FPL Farabundo Martí. Tenía cuarenta y tres años.
Esta mujer, si usted la tuviera enfrente, le parecería nerviosa. Yo la conocía íntimamente porque doce años de lucha me hicieron conocerla. Cualquiera al verla no hubiera creído que tuviera esa contextura y temple. Inesita, decían los compañeros, está en el momento y en el lugar donde se le necesite.
Hubo un momento en que ella se clandestina y todos los maestros preguntando por Inesita. Ellos ya intuían, pero les hacía mucha falta. Era queridísima por los niños, por los maestros, por todos.
Después se dio un incidente bien grave en la organización. Ellos estaban en un local y enfrente explotó una bomba tremenda que deshizo aquella casa. Entonces se ponía la disyuntiva de desalojar nuestro local, y para colmo en la casa nuestra había imprenta. Estaba ella solita con otra compañera cuando el compañero Marcial logró entrar. Inserta había dispuesto todo bien y con aquello que parecía nerviosa —el barrio hervía de policías— y aquella mujer nerviosa aparentemente, ¿saben qué hizo?, ir a comprar tamales, hacer café, ofrecérselo a los guardias y estarlos entreteniendo y diciéndoles: “Miren, ustedes tienen una labor dura,” poniéndose como que estaba con ellos.
Al día siguiente, sin mayor problema, se desocupó la casa. Ella no despertó ni la menor sospecha. Allí vimos nosotros su contextura.
Una periodista norteamericana de nombre Ann Nelson, presenció la caída de Inesita y después la describió en un programa radial en Nueva York. Lo que sigue es su relato:
Después de dos semanas en El Salvador (me hospedaba en una casa alquilada por un grupo de periodistas internacionales cerca de la embajada norteamericana), iba para mi casa cuando escuché balazos en la calle. Había tanquetas a lo largo de toda la cuadra y unos cincuenta guardias y policías. Tenían morteros, ametralladoras y un tanque, y asaltaban una casa particular. Lo increíble era que todo ese bombardeo era dirigido contra una sola casa y los únicos tiros que podían oírse desde dentro provenían de una pistolita. Como contraste, afuera había un verdadero ejército, con civiles que manejaban las subametralladoras.
Los tiros de la pistolita dejaron de oírse. Todo estaba en calma.
El humo empezó a disiparse y el primer grupo de policías y periodistas entraron a la casa. Había un muchacho joven, de unos veinticinco años, muerto en el baño. También había una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, con delantal y un pañuelo en la cabeza, que estaba tendida sobre un charco de sangre. Su muerte parecía haber sido causada por una granada. Había una muchacha de unos diecisiete o dieciocho años, también en un charco de sangre. Había un mimeógrafo.
Era una casa de propaganda para las FPL y había mucha propaganda: documentos y notas que decían: “Debemos educar al pueblo, debemos llegarle al pueblo.” Todo esto desparramado por los guardias para impresionar a los periodistas.
Yo era la única mujer en el grupo y la única periodista estadounidense que se había quedado en El Salvador más de dos o tres días a lo largo de todo el mes.
Entonces viene el momento que no puedo darle el crédito a mis ojos. El jefe de la Policía Nacional fue a otro cuarto y recogió una ametralladora. Llegó donde estábamos nosotros, se arrodilló junto a la mujer y puso la ametralladora en su mano. “Ésta fue el arma, ésta fue la ametralladora en su mano. “Ésta fue la ametralladora que ella usó para dispararnos,” dijo. Cojió una caja de balas sin usar, estaban todavía envueltas en papel, y las tiró al suelo, sobre su sangre. “Estas eran sus balas.” dijo.
Estábamos presentes la prensa internacional y yo. Ellos tomaban fotos y decían: “Correcto, correcto” y anotaban: “… tenía una ametralladora contra las fuerzas del gobierno, terrorista, guerrillera,” etcétera.
El jefe de la Policía Nacional repitió el proceso con la muchacha de diecisiete años. A ella le pusieron una Uzi o algo por el estilo, no estoy demasiado segura, y también arrojaron las balas en su sangre.
En una de las paredes, alguien, nunca sabré si fueron los ocupantes de la casa o las fuerzas de seguridad del gobierno vestidos de civil (algunas veces descritos por la prensa como los “escuadrones de la muerte” de la derecha), había escrito con la sangre las letras “FPL”. Tomé fotos de todo esto, de los hombres poniéndoles los rifles en sus manos y arrojando las balas al suelo.
Ana María describe el mismo acontecimiento escuetamente:
Eran tres compañeros. La casa fue cateada. Llevaron tanquetas, hasta helicópteros. A pesar de ser tan desigual, el combate duró medio día, hasta que la casa la hicieron nada.
No se atrevían a entrar. Lo hermoso, lo aleccionador, es que se encuentran cuando entran, a ella abatida a balazos y que con su sangre había escrito en el muro “FPL.” Fue un combate que hizo impacto en la capital.
(Si algún día lees esto, Ann Nelson, sabrás que fue Inesita quien trazó esas tres letras. Era esa clase de mujer.)
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