La inminente deportación del coronel Inocente Montano a España abre la puerta para que quede fijada la verdad sobre los asesinos de los jesuitas de la UCA, y sobre los mecanismos que las diferentes administraciones -desde Cristiani a Funes sin excepción- usaron para tratar de encubrir la masacre.
FACTUM/Gerson Nájera
La Corte Suprema de los Estados Unidos despejó el martes 15 de noviembre de 2017 el camino para que el coronel salvadoreño Inocente Orlando Montano Morales, uno de 20 militares acusados ante un juez español de “asesinatos terroristas” de cinco sacerdotes jesuitas españoles en el campus de la Universidad Centoramericana de El Salvador el 16 de noviembre de 1989, sea extraditado a Madrid. Aquel día también fueron asesinados un cura salvadoreño y dos de sus colaboradoras.
Cuando Montano llegue a España y comparezca en sede judicial como acusado, el juicio por la masacre de la UCA quedará abierto a etapa de sumario, lo que en pocas palabras significa que toda la prueba recabada durante la instrucción del caso -que dura ya casi una década- será del dominio público. No es poco.
No es poco porque ante el juzgado sexto de la Audiencia Nacional española, que abrió el caso en 2008 a petición de los familiares de los sacerdotes y de dos organizaciones de abogados querellantes, han hablado varias personas que, aquella madrugada de 1989, fueron protagonistas directos o testigos presenciales de lo ocurrido.
Ante el juez Eloy Velasco, el magistrado que abrió el proceso, testificaron, por ejemplo, Lucía Barrera de Cerna, una de las pocas personas que presenció los hechos y sobrevivió para contar su versión, así como al menos tres de los militares que tuvieron participación directa en la ejecución del plan concebido por el estado mayor del ejército salvadoreño.
El testimonio de uno de esos militares, miembro de la unidad que asesinó a los sacerdotes, abunda en detalles sobre las responsabilidades del alto mando en la ejecución de la orden de “matar a Ellacuría y no dejar testigos” que había salido de una reunión realizada la tarde anterior, el 15 de noviembre de 1989.
En la reunión del 15 estuvieron presentes “el ministro de Defensa, general (Rafael Humberto) Larios; el jefe del Estado Mayor, coronel (René Emilio) Ponce; los dos viceministros, el de Defensa y el de Seguridad, (coroneles Juan Orlando) Zepeda y coronel (Inocente Orlando) Montano… (Quienes) habían decidido que se iba a eliminar a todos los cabecillas guerrilleros conocidos… (Y que) le habían dicho que tenía que proceder a eliminar al padre (Ignacio) Ellacuría, con la unidad del Batallón Atlacatl”, según recogen las palabras del militar que testificó en España dos de los fiscales estadounidenses que litigaron ante una corte de Carolina del Norte por la extradición de Montano.
El coronel Alfredo Benavides, director de la Escuela Militar, también estuvo en esa reunión. Fue él quien comunicó a uno de sus subalternos directos, el teniente Yussy René Mendoza Vallecillos, la orden de asesinar el rector de la UCA. En 1990, la justicia salvadoreña abrió un juicio que condenó a Benavides, a Vallecillos y a otros militares que habían participado directamente en los asesinatos. Pero todos fueron amnistiados.
El testigo, al que los fiscales John Capin y Eric D. Goulian nombraron W-2 en un escrito que presentaron a la jueza Kimberly Swank días antes de la audiencia de extradición celebrada en Estados Unidos el 16 de agosto de 2015, también reveló que en 1990 su esposa recibió presiones del coronel Montano para que no hablara con nadie de la mascare de la UCA. “No volvás a repetir eso, acordate que es tiempo de guerra y que en tiempo de guerra a cualquiera le puede pasar algo, incluso a vos”, dijo el coronel a la mujer.
W-2 también ha reiterado ante la corte española que la masacre de la UCA no fue un hecho fortuito planificado por un puñado de militares que entendían a Ellacuría como un líder guerrillero y creyeron que matarlo era una buena estrategia política. Dice el testigo: “En El Salvador lo plantean como que fue algo secreto entre dos o tres oficiales que planearon y ejecutaron esto; fue completamente opuesto a eso… Fue una operación completa… el objetivo de la operación era completamente ilegal y era totalmente macabro”.
Fue una operación completa, dice W-2. Del Estado salvadoreño, se entiende, a través de su Fuerza Armada. Miles de documentos oficiales desclasificados por los gobiernos de Estados Unidos y España, así como otros testimonios anexos al proceso en Madrid, sostienen la tesis de W-2.
En el juzgado madrileño consta el testimonio de Lucía Barrera de Cerna, la ex empleada de la UCA que desde una ventana aledaña al lugar de la masacre vio y escuchó a los soldados que la perpetraron, pero quien además ha dejado sentados varios intentos del Estado salvadoreño por evitar que ella contara lo que había visto la madrugada del 16 de noviembre de 1989.
Y hay testimonios de peritos especialistas y de ex funcionarios estadounidenses y españoles que confirman que los asesinatos de los jesuitas y sus dos empleadas fueron crímenes perpetrados, tolerados y encubiertos por la administración del expresidente Alfredo Cristiani.
Una de esos peritos es la académica estadounidense Terry Karl, quien durante casi tres décadas ha estudiado al detalle los hechos políticos y militares que rodearon la masacre. Karl explica, por ejemplo, cómo el ejército salvadoreño desplegó al menos 72 horas antes de la madrugada del 16 de noviembre un enorme operativo que incluyó a media docena de unidades que aseguraron el perímetro de la universidad para que dos tenientes, un subteniente, un sargento, un subsargento y dos soldados rasos cumplieran la orden de “matar a Ellacuría y no dejar testigos”.
Otros especialistas ponen en contexto los documentos desclasificados, algunos de los cuales revelan que desde muy temprano el gobierno de los Estados Unidos, principal financista del ejército de El Salvador durante la guerra civil que concluyó en 1992, entendió que su contraparte salvadoreña estaba involucrada en la masacre. Consta, por ejemplo, que el 21 de noviembre de 1989 James Baker, secretario de Estado de la administración de George Bush padre, pidió a la Agencia Central de Inteligencia que respondiera a una pregunta bastante simple: “…que le ESAF (Fuerza Armada de El Salvador, en inglés) explique cómo un grupo de asesinos puede disparar de forma nutrida durante media hora en un área patrullada por militares sin obtener respuesta”.
W-2 también revela en su testimonio detalles de cómo la Fuerza Armada y la administración Cristiani montaron, pocas semanas después de la masacre y durante meses, una operación de encubrimiento que incluyó a abogados particulares, a la Corte Suprema de Justicia y a otras instituciones del Estado.
A W-2 el Ejército salvadoreño lo detuvo el 8 de enero de 1990 como parte de una investigación judicial tramitada ante el juez 4º de paz de San Salvador Ricardo Zamora. Aquel juicio, diría en mayo de 2011 la Audiencia Nacional española, no fue más que un montaje del Estado salvadoreño para dar al mundo “apariencia” de justicia. Cuando estuvo preso, W-2 recibió instrucciones precisas de su defensa, encabezada por el abogado Carlos Méndez Flores, de seguir todas las instrucciones que le diera la Fuera Armada para dejar fuera de todo al alto mando.
“Cuando yo empecé a dar mi declaración al que estaba escribiendo, él (Rodolfo Párker Soto, abogado y actualmente diputado por el PDC) no estaba ahí presente. Yo ya llevaba como media página escrita…, estaba detallando desde la reunión con Benavides en el que nos dice de las órdenes del Estado Mayor (de matar a Ellacuría), cuando él (Párker Soto) llegó y nos dice: ‘¿Qué has escrito? No, no, esto no puede ser así’. Quitó la hoja y la rompió y dijo: ‘Empezá de nuevo y empezá nada más… no tenés que mencionar a nadie más, o que hubieran (sic) órdenes del estado mayor, de que hubieran órdenes de nadie más que no sea Benavides’”, ha relatado W-2 al tribunal madrileño.
El primer gran encubrimiento de la posguerra salvadoreña
Para la llegada de Montano a Madrid ya solo falta, según una fuente del Ejecutivo estadounidense y una fuente diplomática española consultadas en Washington, que el Departamento de Estado confime el aval final, algo que parece inminente. Con el coronel llegarán al tribunal de Madrid, además de la posibilidad de que en sede judicial quede fijada la verdad sobre los asesinos de los jesuitas de la UCA, la certeza de cómo empezó a funcionar el aparato de impunidad enquistado en la justicia salvadoreña aun después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.
En su reporte de 2016 sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, el Departamento de Estado repitió algo que dice sobre El Salvador desde hace al menos una década: que las principales violaciones a los derechos fundamentales de los salvadoreños nacen de la impunidad que campea en la mayoría de instituciones del Estado.
Para encubrir a los autores intelectuales de la masacre de la UCA, y para obstruir la justicia en este caso, el Estado salvadoreño se aseguró de que las nuevas instituciones creadas o reformadas por los Acuerdos de Paz fuesen lo suficientemente opacas como para garantizar la impunidad.
El velo que ha garantizado la opacidad lo puso primero la administración Cristiani, implicada directa en la masacre, pero luego pusieron más cortinas las siguientes administraciones, la de Armando Calderón Sol, la de Francisco Flores, la de Antonio Saca y la de Mauricio Funes, quien llegó a la presidencia de la mano del FMLN, la guerrilla que alguna vez hizo suya la consigna de hacer justicia a los jesuitas asesinados.
Para cubrir los pasos de los testigos, la administración Cristiani utilizó, por ejemplo, al coronel Manuel Antonio Rivas Mejía, uno de los oficiales preferidos de los asesores militares estadounidenses destacados en El Salvador en los 80 y 90.
Rivas era el jefe de la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD), una unidad de investigación especializada financiada en parte por Estados Unidos desde mediados de los 80 para dar apariencia de profesionalismo a la Fuerza Armada salvadoreña y acallar a quienes en Washington abogaban por restringir la ayuda a un ejército corrupto y acusado de violar de forma sistemática los derechos humanos.
Washington, no obstante, supo siempre que la CIHD y Rivas Mejía nunca se comprometerían con investigaciones criminales encaminadas a desvelar la verdad, sobre todo cuando los implicados eran militares.
Ya en 1988 el Departamento de Estado resumía el pecado original de la CIHD: “El problema es que la unidad está compuesta por militares y oficiales de policía graduados de la academia militar. Ellos, como la oficina del fiscal general, no afrontan casos en los que tengan que ver sus superiores”.
En el caso jesuitas, Rivas Mejía sí afrontó la investigación, pero lo hizo para desviar la investigación, para acosar testigos y para fabricar prueba con el fin de proteger a los autores intelectuales. Entre el 27 al 29 de noviembre, con el aval de los gobiernos de San Salvador y Washington, el coronel viajó a Miami, donde el Buró Federal de Investigaciones (FBI, en inglés) había retenido a la testigo Lucía Barrera de Cerna y a su esposo Jorge, para someterlos a ambos a presión sicológica con el fin de que se abstuvieran de contar lo que habían visto el 16 de noviembre de 1989.
Poco antes del final de la guerra civil salvadoreña, en un aparente afán por congraciarse con funcionarios estadounidenses que exigían a Cristiani resultados en la investigación de la masacre, Rivas Mejía dijo que “todos los esfuerzos por obtener cooperación de la Fuerza Armada en su investigación de los asesinatos de los jesuitas fueron frustrados constantemente por el estado mayor”, según un cable desclasificado del Departamento de Estado.
Al final, Rivas Mejía tuvo que salir de la CIDH por la puerta de atrás, acusado incluso de apropiarse de fondos de la unidad. El 15 de marzo de 1993, la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas consignó en su informe final que Rivas Mejía era responsable de encubrimiento en el caso jesuitas.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz, a pesar de todo, la administración Cristiani propuso al coronel Rivas Mejía como candidato a dirigir la recién creada Policía Nacional Civil (PNC), la institución que reemplazaría a los viejos cuerpos de seguridad y que, se suponía, iniciaría una nueva era en la seguridad pública de El Salvador, marcada por el respeto a los derechos humanos y por el profesionalismo en la investigación criminal.
Pasaporte de Ignacio Ellacuria Baescoechea, expuesto en el museo dedicado a los jesuitas en la UCA. Foto FACTUM/Archivo
Ni lo uno ni lo otro: 28 años después, la PNC sigue manchada por acusaciones de tolerar en su seno grupos de exterminio de pandilleros y de alterar escenas del crimen y pesquisas para proteger a sus miembros acusados de ejecuciones extrajudiciales, sicariato, narcotráfico, acoso sexual y obstrucción de justicia. La semilla de todo eso quedó plantada desde los días de la CIHD bajo el mando del coronel Rivas Mejía.
De la CIDH nació la División de Investigación Criminal (DIC) de la PNC, y en ella recalaron varios de los pupilos de Rivas Mejía. Ni un año había pasado desde que la nuevo Policía se había desplegado en El Salvador cuando la DIC ya estaba embarrada en casos de sicariato, asaltos a banco y de ocultamiento de pruebas y obstrucción de justicia.
En la prueba introducida al tribunal de Madrid también consta el nombre de Mauricio Sandoval, un publicista que entonces era un funcionario de segundo nivel de la administración y quien en las horas previas a la matanza en la UCA dirigió una campaña de desprestigio contra los jesuitas a través de radios controladas por el gobierno.
Luego, Sandoval pasaría a ser jefe del Organismo de Inteligencia del Estado (OIE) durante el gobierno del presidente Calderón Sol y director de la PNC en la administración de Francisco Flores. Sandoval convirtió a la OIE en instrumento de persecución política a opositores a los gobiernos en los que participó y desde ahí también obstaculizó investigaciones.
De lo último es acaso el ejemplo más contundente el caso del asesinato y violación de la menor Katya Miranda en 1999, en el que aparecieron involucrados el padre de la niña, entonces miembro del estado mayor presidencial, y el tío, entonces subjefe de la ya mencionada DIC: el OIE de Sandoval abrió una investigación paralela encaminada a proteger a los culpables.
Al fraude, la obstrucción y la complicidad protagonizada por funcionarios que luego fueron promovidos o incluso siguen vigentes en la política salvadoreña, se unió a lo largo de las dos décadas siguientes la protección que desde el aparato de Relaciones Exteriores del Estado intentaron dar sucesivos gobiernos de Arena a los militares y civiles vinculados a la masacre de la UCA.
Factum habló en 2010 en Madrid con dos funcionarios del gobierno español presidido por el socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Ambos aseguraron que funcionarios enviados por varios gobiernos salvadoreños, entre ellos dos ex cancilleres, abogaron ante el Ejecutivo español por que no se incluyera al expresidente Cristiani en una eventual querella judicial. Uno de esos cancilleres, quien habló con Factum desde el anonimato debido a disposiciones legales que lo inhiben de hablar sobre su periodo como ministro, confirmó las gestiones.
En mayo de 2010, en la previa de una cumbre entre mandatarios latinoamericanos y europeos en Madrid, el presidente salvadoreño Mauricio Funes, elegido bajo la bandera del FMLN, se comprometió ante los abogados querellantes en el caso por la masacre de la UCA, abierto dos años antes en Madrid, a que su gobierno facilitaría toda la ayuda pertinente para que la justicia española siguiera su curso.
En el marco de la cumbre, Funes firmó un documento en el que reafirmó su “compromiso de combatir la impunidad, en particular respecto a delitos más graves del derecho internacional…” Al final, Funes y su administración hicieron lo que sus antecesoras: proteger a los asesinos.
El 4 de agosto de 2011, la PNC recibió órdenes internacionales de arresto contra los 20 militares acusados por la masacre, pero nunca hizo efectivos los arrestos. De acuerdo con una fuente judicial en Madrid y dos de la administración Funes consultadas aquel año por Factum, el entonces ministro de Defensa, general David Munguía Payés, convenció a Funes de refugiar a los miembros del alto mando de 1989 en un cuartel del ejército. Funes, en 2011 comandante en jefe de la Fuerza Armada, accedió.
Todo, los hechos, los autores, las circunstancias de la masacre, están plasmadas en las voces de cerca de 30 testigos que han comparecido ante el juzgado madrileño, presidido desde mayo pasado por el juez Manual García Castellón, así como en decenas de miles de documentos desclasificados. La verdad judicial de cómo se planificaron y ejecutaron la masacre y el encubrimiento empezarán a asomar en Madrid cuando el coronel Inocente Orlando Montano Morales ponga pie en el juzgado 6º de la Audiencia Nacional.
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