Jorge Majfud (Desde Jacksonville University, Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Creo que si miramos a la historia podemos hacer un esquema básico sobre los cambios referidos a la lectoescritura.
I)
Era oral (Paleolítico y Mesolítico). Una etapa donde el soporte
principal era la comunicación oral y los hábitos intelectuales, aparte
del desarrollo de las habilidades practicas, era la mitología, el
presente perpetuo y la percepción del tiempo circular.
II) Era
de la escritura. Aquí podríamos dividirlo en: (a) una etapa donde surge
la escritura (Mesolítico tardío) en sus diversos soportes y alcanza su
madurez primero con los textos religiosos de Oriente Medio (la aparición
del pasado concreto y percepción del tiempo lineal y fatal) y más tarde
con los filósofos de la Grecia clásica; (b) la popularización a partir
del siglo XV de la lectura en libros y diarios hasta fines del siglo XX.
III)
Era digital. La popularización de la escritura en detrimento de la
lectura. La cultura de la urgencia, la inmediatez y la fragmentación.
Esta
última etapa (III), que en cierto aspecto significa el renacimiento de
la palabra escrita (II), es, en el fondo, el renacimiento de la primera
etapa (I), desde el momento en que la escritura se confunde con los
hábitos de la oralidad y el presente resurge sobre el prestigio del
pasado como fuente de conocimiento y valoración.
Básicamente,
la escritura no ha cambiado con el pasaje de una máquina de escribir
Underwood a un ordenador. Se ha vuelto más simple. Es más fácil
corregir, ya no es necesario reescribir páginas enteras por causa de un
simple error. Ya no estamos tentados a dejar un error de estilo impune
por simple pereza o cansancio. Es más fácil abusar de lo que Eduardo
Galeano llama “la inflación de las palabras”.
En
mi experiencia personal, debo reconocer que escribir para medios
impresos es más difícil y más didáctico que hacerlo para un medio
digital que no impone límites de palabras. Desde hace más de diez años
mi lucha no es con la hoja en blanco sino con el recorte. Debido a las
limitaciones de espacio, sea porque el soporte en papel impone un límite
o porque los diarios impresos son los únicos que se cuidan de no abusar
del lector, normalmente debo consumir una o dos horas de mi tiempo
libre para llevar a mil palabras lo que en media hora me llevó el primer
borrador de dos o tres mil palabras. Este ejercicio molesto enseña, si
no a escribir al menos a respetar la literatura de ensayo periodístico o
de ensayo breve, de ensayo no académico. Tal vez los nuevos medios
digitales debieran conservar el simple hábito, ya que no la necesidad,
de imponer límites en la cantidad, así como algunos peer review
(publicaciones arbitradas) ponen límites en la calidad.
En
el mundo digital los tsunamis de palabras opacan la brillante tarea de
aquellos trabajadores de las palabras y las ideas que tratan de tomarse
algo en serio. Así he visto surgir y hundirse en el cansancio y el
desestímulo excelentes proyectos. Unos pocos resisten, reman como
pueden, muchas veces con el único aliento de sus creadores. Lo que
persiste es la contradictoria marea de las palabras sin límites o de la
hiperfragmentación. A la larga, las dos cabezas del mismo monstruo
inflacionario y banal.
Para los escritores de
vocación, básicamente la escritura no ha cambiado en la era digital.
Sospecho que en su gran mayoría todavía escriben sus primeras ideas con
un bolígrafo.
Los cambios más dramáticos están
en la lectura. Incluso los cambios más importantes en los hábitos y en
las habilidades de escritura proceden de los cambios en los hábitos y en
las habilidades de lectura.
En el mundo
digital la lectura de “largo aliento” es rara o por lo menos mucho más
rara de lo que era en la cultura del libro impreso. A veces es una
lectura menos obediente y otras veces es una lectura esclava de falsas
urgencias de negación a través de la respuesta propia que, estimulada o
protegida por el anonimato, la brevedad y la fragmentación, solo sirve
como recurso catártico de lo peor que se encuentra depositado en el alma
humana.
Una reciente investigación de la
Universidad Normal de Pekín sugiere que los hablantes de distintos
idiomas usan partes diferentes del cerebro. De manera semejante podemos
entender que distintos hábitos de lectura y de escritura utilizan
distintas partes del cerebro. Voy a repetirme: existe un peligro latente
en ciertas particularidades de la cultura digital, como lo es la
supersticiosa sustitución de la cultura de la lectura de largo aliento
por la cultura de la hiperfragmentación.
La
crítica contra la “cultura del libro tradicional”, como si se tratase de
una crítica al uso de la máquina a vapor, no solo es infundada sino que
es sospechosamente autocomplaciente. Si la máquina a vapor pudiese
recorrer mil kilómetros sin reabastecerse y sin contaminar y los
modernos trenes fuesen incapaces de la mitad, hoy seguiríamos usando
máquinas a vapor.
El punto es que hoy en día
los lectores amateurs de largo aliento son una rareza. Al menos que sean
lectores de Harry Potter. Lo cual no ayuda mucho, porque con “largo
aliento” no me refiero a plantarse en un sillón a leer por dos horas lo
mismo (algo totalmente legítimo) sino a tomar el desafío de enfrentarse a
una complejidad intelectual que nos exige no sólo atención, no solo
conocimiento, sino, sobre todo, entrenamiento intelectual. ¿Qué podemos
esperar de un atleta olímpico que se la pasa todo el día jugando al
ajedrez o leyendo a Howard Zinn? Como atleta sería un fracaso evidente.
El
cerebro también es (como) un músculo que si no se usa se atrofia. Con
la ventaja de que con un cerebro entrenado se puede competir en las
grandes ligas aún siendo un anciano y con la desventaja de que cuando
está atrofiado, por el desuso o por el mal uso, el fracaso no es tan
evidente. Sobre todo para el implicado. Razón por la cual cualquiera se
considera apto y facultado por el mero recurso de la negación, la
obviedad y el insulto que nunca exigen método ni condición pero que
siempre dan la confortable ilusión de ser más sabios y más inteligentes
que Darwin y Jesucristo juntos.
Los ancianos
con una saludable práctica intelectual sufren menos decadencia que
aquellos que no la han tenido. ¿Qué podemos esperar cuando las
estadísticas nos dicen que los estudiantes de hoy dedican la mitad del
tiempo a estudiar que aquellos de los años sesenta? Están demasiado
ocupados (absorbidos, chupados) en escribir banalidades en Facebook. El
divorcio que existe en la elite de intelectuales de las universidades
norteamericanas, islas de premios Nobel, y el resto de la población se
está expandiendo al resto del mundo gracias a una cultura y a unos
instrumentos que prometían lo contrario.
La
twiterización de las habilidades intelectuales, la facebooquización de
las emociones puede ser un día un proceso irreversible o puede provocar
un efecto inverso al previsto: la democratización de la información y de
a in-formación por estos medios y debido a estos hábitos corre el
riesgo de llevarnos a una aristocratización aun mayor de la formación
intelectual y, por ende, de los órdenes sociales.
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