Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info).
Cuenta
la historia que alguna vez venía por un camino Rockefeller, y de pronto
llega a una bifurcación de la que salían dos nuevas rutas. Arribados a
ese punto le preguntó el chofer del vehículo para dónde tomaban; la
respuesta no se hizo esperar: “¡ponga la luz de giro a la derecha y
doble a la derecha!”. Momentos después, por la misma vía venía Fidel
Castro; llegado a esa bifurcación, también el chofer preguntó por el
destino a seguir, y la respuesta también fue inequívoca: “¡pon la luz de
giro a la izquierda, camarada chofer, y gira a la izquierda!”. Algunos
instantes más tarde se encuentra en esa ramificación un representante de
la “tercera vía” (aquí cabe una lista muy grande y heterogénea: Tony
Blair, Lula, Felipe González, Michelle Bachelet, Juan Domingo Perón,
John Keynes, Anthony Giddens, Oscar Arias… seguida de un etcétera
considerable que el lector podrá llenar a su mejor parecer); preguntado
entonces por el chofer hacia dónde dirigirse, la respuesta fue: “ponga
la luz de giro a la izquierda pero doble a la derecha”.
Así
presentadas las cosas, pareciera que lo que va seguir será una burla
mordaz de la llamada “tercera vía”. Pero no se trata de una mofa, para
nada; es, en todo caso, un intento de centrar la discusión. Para dejarlo
dicho casi como telón de fondo de lo que se expondrá a continuación,
valga citar estas palabras: “Simplemente no hay otra opción que esta: ya
sea que se abstiene de interferir en el libre juego del mercado o se
delega el manejo completo de la producción y distribución al gobierno,
ya sea capitalismo o socialismo, ¡no hay un camino intermedio!” Esto no
lo dijo un “furioso comunista”, sino uno de los principales referentes
teóricos del sistema capitalista allá por 1927, reflotado en la cresta
de la ola neoliberal de estos últimos tiempos: Ludwig von Mises.
El
sistema económico-social que hoy día rige a toda la humanidad salvo
islas puntuales (Cuba o Corea del Norte como bastiones de un socialismo
de Estado aún vigente, o grupos poblacionales muy pequeños y marginales a
la economía global que se encuentran en selvas tropicales, en algunos
casos aún en períodos neolíticos: indígenas amazónicos, bosquimanos del
Kalahari, etc.), el sistema dominante sin discusión es el capitalismo.
Para el socialismo eso plantea un desafío aún abierto, entendiendo que
las primeras experiencias de construcción socialista no dieron el
resultado esperado, pero que la idea de transformación revolucionaria
aún sigue vigente (porque las injusticias sociales aún están).
Posiciones “híbridas” –permítasenos decirlo de esa manera– como el caso
del “socialismo de mercado” chino, o el vietnamita, abren interrogantes;
pero no en el mismo sentido en que los plantea la así llamada “tercera
vía”. ¿Cómo construir un mundo de mayor equidad sin llegar al
socialismo, que implica una ruptura violenta con lo anterior? ¿Cómo
pasar a un mundo de mayor equidad social si los factores de poder
(capitalista) no ceden sus posiciones? ¿Se consigue eso en las urnas?
¿Cómo lograr “dulcificar” la explotación? ¿Es ello realmente posible?
¿Se puede arreglar esto en una mesa de negociaciones?
Incluso
en la Cuba socialista estos mecanismos capitalistas que se han ido
abriendo con el llamado a inversiones empresariales extranjeras
constituyen un reto; pero está claro que allí no se busca explícitamente
una “tercera vía”; o, al menos, no en el sentido que este concepto se
ha venido desarrollando en otras latitudes: o se es socialista, o se es
capitalista. En todo caso el producto que pueda salir de esos
experimentos deberá evaluarse con el parámetro que permitirá decir si se
sigue el modelo socialista centralista, o se aleja de él. Por ejemplo,
en la China actual: ¿se puede decir que aún se construye el socialismo
pese al manejo unipartidista y vertical del Partido Comunista en lo
político, o se está construyendo una potencia capitalista mezclada con
toda la tradición cultural de una de las culturas más viejas del mundo? A
estas alturas todo permitiría decir que estamos ante una sociedad
capitalista, con todas las de la ley, más las peculiaridades de la
milenaria cultura china. Incluso habría que agregar: potencia
capitalista pisándole los talones al que aún hoy continúa siendo el país
hegemónico: Estados Unidos. Pero nadie, en modo alguno, podría asimilar
la experiencia China, ese raro galimatías llamado “socialismo de
mercado”, con lo que en otros contextos se conoce como “tercera vía”.
Queda
claro que al hablar de “tercera vía” se hace alusión a una posición
intermedia entre dos extremos ya conocidos, y de los que, ninguno
termina de convencer. Algo así como: una nueva alternativa, un camino
intermedio entre dos cosas, una solución de compromiso. O, al menos, esa
es la intención.
Ahora bien: ¿hasta qué punto
es posible encontrar esos caminos intermedios? Hablando del sistema
capitalista, depredador y violento como el que más, continuamente ha
habido llamados a su humanización en un desarrollo que pareciera
llevarse todo por delante olvidando al ser humano y a la naturaleza. Es
así como a través de la historia surgieron leyes de protección a los
indígenas en el momento de la conquista del “Nuevo Mundo”, buen trato a
los esclavos, el socialismo utópico en los albores de la industria
(Robert Owen, Charles Fourier, Henri de Saint-Simon que, por cierto, era
un noble); o actualmente “ajuste estructural pero con rostro humano”,
tal como piden las agencias “suaves” del sistema de Naciones Unidas
(UNICEF o la Organización Mundial de la Salud –OMS–) al lado de los
“duros” (Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional). En todo
caso, estos llamados a la moderación nos dan la pista de por dónde
habría que empezar a entender esta “tercera vía”. Si se quiere decir de
otro modo: un capitalismo humanizado, una explotación “buena”.
Ahí
cabe de todo: desde la ya hoy legendaria “tercera posición” del
peronismo histórico de la Argentina de la década del 40 del siglo pasado
hasta el Pacto de la Moncloa en el católico reino Borbón post
franquista con un partido proclamado socialista en la dirección
política. Y si se quiere exagerar un poco, desde el ex presidente
estadounidense Bill Clinton (el mismo bajo cuya presidencia se creó la
burbuja financiera que explotó hace un par de años, y que bombardeó Irak
cuando se hizo público su affaire con la becaria Mónica Lewinsky) hasta
el siempre mal definido socialismo del siglo XXI surgido con la
Revolución Bolivariana –o “proceso chavista”, quizá más acertadamente–,
que es socialista… pero no tanto, y que sigue respetando la sacrosanta
propiedad privada de los medios productivos (buena parte del petróleo
que se explota en el territorio venezolano lo hacen aún las
corporaciones petroleras multinacionales, por ejemplo). Como vemos,
estas posiciones intermedias dan para todo.
Entonces,
si bien es difícil cuando no imposible definir con precisión de qué
hablamos con este evanescente concepto, está claro que es una posición
no confrontativa con la propiedad privada. No cuestiona, como lo hace el
socialismo, la propiedad privada de los medios de producción buscando
su transformación revolucionaria (expropiaciones, reforma agraria), sino
que espera una feliz circunstancia en que los mismos puedan servir al
bien común, tener una función social, un “rostro humano” en definitiva.
Abrir
la discusión en torno a qué sistema brinda mayor cuota de satisfacción a
la población es una tarea casi imposible, y en general siempre bastante
mal encarada si no se atiende a la complejidad del sistema planetario
que hoy por hoy nos domina, y considerando que en general vemos la
realidad desde prejuicios que nos distorsionan. ¿Qué pueblo es el más
feliz? ¿Cómo y desde dónde decirlo? Más allá del bienintencionado
intento del índice que desarrolló recientemente la NEF (The New
Economics Foundation) según el cual los países con economías más
desarrolladas no aparecen encabezando la lista, y sí por ejemplo, países
pobres como los de Centroamérica (lo cual plantea interrogantes, por
supuesto: según esa medición los haitianos son más felices que los
estadounidenses…), poder decir con exactitud quién es más feliz tiene
algo de quimérico. ¿Podríamos tomar con seriedad que un ciudadano
haitiano es más feliz que un norteamericano? ¿Por qué son los haitianos
los que marchan en cantidades industriales como inmigrantes ilegales
hacia la potencia del norte y no se da el tráfico en sentido inverso?
¿Qué constituye la felicidad?
Hay una
extendida visión clasemediera (prejuiciosa, conservadora y racista) que
considera a los “pobres” como esencialmente “haraganes, faltos de
espíritu de superación, dejados” y que con pocas migajas se contentan,
pues “mientras tengan para parrandear y hacer hijos, suficiente. La
pasan todo el día tirados en una hamaca. ¿Qué más pueden pedirle a la
vida?”. Conclusión de todo ello: los pobres y excluidos la pasan mejor.
Se podría decir entonces que ¿“son más felices”? Intentar medir esto de
la felicidad es, seguramente, caminar sobre un tembladeral que no augura
nada bueno, que no da seriedad científica, que llama al equívoco. Pero
lo que sí puede constatarse son las formas concretas en que se organizan
las sociedades, el acceso a recursos de cada uno de sus miembros y
ciertos indicadores básicos de calidad de vida. Quién será más feliz
tiene algo de misterioso… (¿secreto de alcoba?). Pero no así la
injusticia en juego. ¿Podrá sentirse feliz alguien que padece
injusticias? Según la medición mencionada, sí.
Por eso es que debe ser tomada con pinzas.
Ahora
bien: el capitalismo como sistema sin ningún lugar a dudas ha creado
las bases materiales suficientes como para terminar con carencias
crónicas de la humanidad (hambre, ignorancia, desprotección). Si no lo
hace no es porque no tenga un “rostro humano”, porque intrínsecamente no
sea amable, gentil, benévolo. No es, definitivamente, cuestión de
talantes, de actitudes: son condiciones políticas concretas. El afán de
poderío de la clase dominante asienta en armamentos letales, y ahí no
hay consideraciones de bondad a la vista. En ese sentido el sistema
funciona como una maquinaria con vida propia: no se puede detener, se
traga a las personas de carne y hueso y se autoreproduce continuamente.
Por más que los más grandes magnates del mundo decidieran donar sus
fortunas (y algo de eso Bill Gates está proponiendo ahora), la situación
de base no cambiaría. Quizá con eso, quien más feliz estaría –para usar
la mencionada medición– serían los mismos archimillonarios, por “buenos
y piadosos”. Pero las cosas no se arreglan con buenas intenciones, con
donaciones piadosas, con ejércitos de Madres Teresas.
No
se trata, entonces, de cambios de actitud, de bondades que estarían
faltando. El sistema capitalista valora más la propiedad privada que una
vida humana o que la defensa de la naturaleza, y en esa cosmovisión
individualista la solidaridad no existe. Un baluarte de ese sistema, la
“Dama de hierro” Margaret Tatcher pudo expresarlo sin pelos en la
lengua: “No hay libertad, a menos que haya libertad económica. (…) No
hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay
familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de la
gente, pero la gente primero debe cuidar de sí misma.” La visión de la
“tercera vía” es buscar un ablandamiento –digámoslo así– en esa
estructura: permitir la explotación, pero poniéndole reparos.
La
intención de esto no es abrir una pormenorizada discusión comparativa
para ver qué sistema ha estado funcionando mejor: la socialdemocracia
escandinava o la planificación central de Cuba; qué ha dado más
resultado: el resurgimiento económico español post pacto de la Moncloa o
la confrontación de los piqueteros argentinos en medio de una economía
en retracción. Si se trata de mostrar que la “tercera vía” ha dado
mejores resultados, sucede casi igual que con el índice de felicidad:
¿con qué criterios se hace la medición? Los nórdicos tienen mejor nivel
de vida que los habitantes de cualquier país africano que optó por
caminos socialistas década atrás, cuando comenzaban su proceso de
liberación nacional. ¿Se debe eso a que los primeros decidieron por la
“tercera vía” y los segundos no? Nicaragua, construyendo su revolución
socialista en el medio del acoso de Washington con una guerra monumental
que trastocó toda su vida nacional, optó por la “tercera vía” en lo
económico. ¿Por qué allí no funcionó la receta y el país siguió siendo
de los más pobres en todo el continente americano? Los tigres asiáticos,
con un capitalismo salvaje, produjeron saltos económicos fabulosos en
estas últimas décadas, mucho más que, por ejemplo, Chile o Costa Rica,
supuestos exponentes de la “tercera vía” en suelo americano. ¿A dónde
nos lleva este planteo de caminos intermedios?
Para
tratar de darle una suerte de síntesis a lo dicho hasta ahora está
claro que hay países capitalistas donde los satisfactores
socioeconómicos se cumplen a cabalidad. Allí, sin dudas, las poblaciones
tienen altas cuotas de acceso a bienes y servicios, independientemente
si son o no felices según ese nuevo intento de medición. Es decir: nadie
padece carencias básicas ofensivas. Pero eso sucede en no más de un 15%
de la población mundial. Y se podría agregar que esa “tercera vía” es
el punto más alto en el desarrollo capitalista, dando como resultado
sociedades donde, además de confort material, hay aparatos de Estado que
aseguran el real cumplimiento de todos esos satisfactores acentuando el
respeto por los derechos civiles y altos niveles de desarrollo
cultural. Ahora bien, si esos son logros de esa “tercera vía”, no hay
que olvidar que ello está posibilitado por una explotación de base que
deja al resto de la población mundial en las peores condiciones.
Nicaragua, con “tercera vía”, no dejó de ser un país pobrísimo.
Todos
los países del Sur con economías pobres y grandes problemas
estructurales que optan en lo político por esta “tercera vía” no
solucionan de raíz sus carencias. En todo caso, ante el actual estado de
cosas, existe la ilusión que el proclamado “derrame” de la economía de
abundancia del capitalismo habrá de mejorar sus situaciones. En ese
contexto se podría decir que significa la esperanza de “lo menos malo”
para las poblaciones. Pero en definitiva no es una vía nueva: presupone
siempre la explotación del trabajo de otros, con el pretendido grado de
civilización que permita repartir un poco menos inmisericordemente la
riqueza social. Aunque tal como decía la historia con que se abrió la
reflexión, en definitiva no es sino un amague hacia la izquierda
sabiendo que las cosas, en realidad, van a la derecha. Es decir: está
presupuesto un estado de explotación sin el cual no se crea la riqueza.
Que se puedan negociar y consensuar algunas mejoras con el gran capital
para la gran masa de trabajadores no significa que termina la estructura
injusta del mundo. En definitiva: si el camino realmente augurara
mejoras para la gran mayoría de trabajadores: bienvenido. Pero la
experiencia no lo demuestra. ¿Podría toda el África abrazar esta
tendencia y salir así de su miserable atolladero? ¿Servirán estas
recetas para terminar con su pobreza crónica?
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