Roberto Cajina
La
militarización de la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado y
la violencia juvenil en Guatemala y El Salvador no deja dudas, por
mucho que los presidentes de ambos países se empeñen en negarlo:
militares en situación de retiro han copado los ministerios de
Gobernación, y policías y soldados patrullan calles y carreteras e,
incluso, como en El Salvador, hasta brindan seguridad perimetral a los
centros penitenciarios del país. Esto pone en duda el desarrollo y
calidad del proceso de construcción de institucionalidad democrática en
el Sector Seguridad Pública de esas dos frágiles e imperfectas
democracias centroamericanas. Pero además, ambas están dando extraños
giros, poco ortodoxos, en su "guerra" -políticas de mano dura, súper
mano dura y puño de hierro- contra las amenazas a la seguridad en esos
dos países.
Los
nombramientos de un militar pasado a retiro, justo antes de ser
designado ministro de Gobernación y Justicia, y de otro uniformado al
frente de la Policía Nacional Civil, PNC, fueron catalogados por
importantes sectores de la sociedad civil salvadoreña y la comunidad
académica como un grave error político del presidente Mauricio Funes y,
aunque no fue un acto ilegal, sí violó la letra y el espíritu de los
Acuerdos de Paz de 1992. En el caso de la PNC éstos prescriben
taxativamente que "estará bajo la dirección de autoridades civiles", y
un militar retirado no es en sentido estricto un "civil", a pesar de que
ya no luzca sus galones y que se vista de paisano.
El
giro más sorprendente de la "guerra" que el Gobierno de El Salvador
libra contra una de las amenazas asimétricas a su seguridad nacional ha
sido develado recientemente: un insólito pacto entre el Gobierno y los
líderes de las maras -Mara Salvatrucha y Barrio 18- recluidos en un
centro penitenciario de máxima seguridad. Los términos de ese pacto
comprenden: el traslado de una treintena de "mareros" (pandilleros),
incluyendo a algunos de sus principales líderes, a prisiones de régimen
más laxo en las que podrán recibir visitas de parientes e interactuar
con personas que llegan desde el exterior. Además, se asegura que
familiares de esos líderes han recibido varios miles de dólares en
compensación. A cambio, los cabecillas se han comprometido a frenar la
espiral de violencia reduciendo los homicidios y extorsiones.
El
ministro de Seguridad y Justicia, el general en retiro David Munguía
Payés, salió al paso de esa versión, asegurando: "Quiero ser claro y
contundente en esta afirmación. El Gobierno de la República en ningún
momento está negociando con ninguna pandilla y mucho menos ofreciendo
dinero para que paren los asesinatos en nuestro país". Munguía Payés
reconoció el traslado de los pandilleros a prisiones de régimen menos
estricto, y lo justificó aduciendo, primero, las "súplicas" del capellán
militar por algunos reos; sin embargo, el referido capellán le
desmintió asegurando que él abogó por todos los reos de un penal, "y no
por casos específicos" como aseguró Munguía Payés.
Luego
el ministro alegó que los mareros fueron trasladados por la supuesta
existencia de un plan de fuga masiva detectado por los órganos de
Inteligencia, pero esta justificación raya en la ridiculez de una
ficción barata. Se dijo que recientemente había ingresado a El Salvador
una veintena de lanzacohetes Law con los que se pretendía abrir un
"boquete" en el muro de la prisión de máxima seguridad por el que
saldrían los privados de libertad. ¿Cómo podría este plan llevarse a
cabo si los militares garantizan la seguridad perimetral del mismo?
También esgrimió razones de ley: los trasladados ya había cumplido el 10
por ciento de la pena; así como presión de organismos defensores de los
derechos humanos; y precario estado de salud de algunos de los mareros.
Pero
frente a la "claridad y contundencia" de las declaraciones del general
en retiro Munguía Payés, hay un hecho irrefutable: una semana después
del traslado de los principales líderes mareros, los homicidios dolosos
se redujeron misteriosamente en 56 por ciento. El ministro atribuyó la
reducción al despliegue de las fuerzas policiales y militares durante
las elecciones del pasado 6 de noviembre, y a la "operatividad
policial", pero obviamente que eso no explica de forma convincente el
drástico descenso. La única explicación posible, refrendada por un
marero, quien aseguró que estaban de "vacaciones", es que el traslado de
los líderes pandilleros y el dinero entregado a sus familiares
surtieron efecto: los cabecillas de las pandillas ordenaron "calmarse" a
sus lugartenientes en el territorio, es decir detener los homicidios y
extorsiones.
La
información inicial sobre el pacto Gobierno-pandilleros salió del mismo
Centro de Inteligencia Policial, y el ministro Munguía Payés no tuvo
más que aceptar que "a veces hay gente infidente que trabaja en nuestras
instituciones y colabora dando información".
Guatemala
también ha sorprendido. Durante su campaña electoral, construida sobre
la base de la inseguridad que abruma a lo guatemaltecos, el general en
retiro Otto Pérez Molina ofreció restaurar la seguridad perdida
aplicando una política de "puño de hierro" cuya punta de lanza sería el
Ejército, al que ofreció aumentar su presupuesto, incrementar sus
efectivos y dotarle de medios modernos -aéreos y navales- para la lucha
contra el narcotráfico, el crimen transnacional organizado. La oferta
era halagadora, los votantes le favorecieron, y ya en la Primera
Magistratura nombró a un coronel retirado ministro de Gobernación.
Sin
embargo, antes de cumplir un mes en el cargo vira radicalmente
asegurando que la forma de frenar la narcoviolencia y reducir la alta
tasa de homicidios es despenalizando las drogas, lo que inevitablemente
convertiría a los narcotraficantes en legítimos y prósperos hombres de
negocios que entrarían en el mercado, pagarían sus impuestos y
recaudarían sus pingües utilidades. Pero Pérez Molina no las tiene todas
consigo. Desde Estados Unidos hasta Colombia los gobiernos ya han
expresado su rechazo a esa idea, aunque han aceptado debatirla.
De
estos extraños giros lo único que parece quedar claro es que el
presidente Funes ha perdido su "guerra" contra las maras, y Pérez Molina
se ha rendido ante los narcotraficantes.
Roberto Cajina, consultor civil de Seguridad, Defensa y Gobernabilidad Democrática.
Miembro de la Junta Directiva de RESDAL.
Miembro de la Junta Directiva de RESDAL.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario