Historias de horror y doblegamiento físico-psicológico a los otrora considerados "enemigos políticos"
Por David Ernesto Pérez
“Para
las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una
llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de
sufrimientos morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta
última” (Edgar Allan Poe en El Pozo y el Péndulo)
SAN SALVADOR – El
correo electrónico dice que no podrá enviar todos los documentos porque
pesa más de la capacidad de adjuntar archivos que facilita el servidor.
“No es el completo; ya que ese es de 72 MB y no tengo como enviarlo”.
Los
primeros archivos están en un formato poco convencional; detallan una
lista de las torturas más utilizadas en la época de la dictadura militar
–dictadura reconocida como tal por pocos, nombrada así por casi nadie y
que ruboriza a muchos todavía- con dibujos a lápiz repartidos en
cuatro cuadrantes.
El
autor es Herbert Anaya y los hizo mientras estuvo encarcelado por su
militancia en la defensa de los derechos humanos. Al menos esta es la
noticia que llega a oídos de las nuevas generaciones.
Consignas y salmos con mierda
Rolando
García caminó hasta su casa en San Marcos, a la altura del Centro de
Instrucciones y Transmisiones de la Fuerza Armada (CITFA) un retén
amuralló una parte de la calle habituada al comercio y las balas de una
guerra con la olla destapada a la mitad. El sol caía sobre los adoquines
con plomos del día caluroso.
Como era costumbre los soldados detenían a quien fuera posible, y Rolando por supuesto, no se salvó.
El
palpar tosco de las manos castrenses lo recorrieron punta a punta; el
cateador lo tomó por los cabellos y su cuerpo endeble cedió a las
pretensiones fácilmente. Fue volteado por completo y su rostro puesto
frente a un hombre encapuchado que lo señaló sin titubeos. “ese es”.
Rolando
se desvaneció sin captar completamente el futuro que tropezó con una
enorme pared de concreto; el soldado le espetó en tono mitad burla,
mitad odio.
- Hoy ya te agarramos hijueputa, te vas a morir por andar en mierdas.
Los
captores lo llevaron al CITFA con las primeras amenazas como cuchillos
para abrir papas, después a las bartolinas municipales donde las culatas
de los fusiles se intentaron convertir en una especie de purga para
redimirlo a zarpazos.
Después de tanto culatazo le pusieron una bolsa en la cabeza, lo esposaron y subieron a una Jeep. Aproximadamente quince minutos después el día se oscureció para Rolando.
Lo
empujaron a un cuarto grande donde tuvo una percepción intuitiva del
espacio; “Ahora te vas a morir hijueputa”, le advirtió una voz
desconocida.
Un huracán de puñetazos, patadas, ultrajes, puntapiés, y trompadas lo tumbó al suelo.
-¿Quiénes son tus jefes? ¿Dónde tienen las armas?
Rolando
no habló. La desubicación empeoró su situación, la agitación le subió
como ascensor a las sienes, no encontró las llaves del laberinto para
escapar a una posible muerte. El golpeador se retiró con un portazo tras
de si.
La puerta se volvió a abrir y una voz amigable le dirigió unas cucharadas de compasión.
-¡Púchica como estás! ¿No te han hecho daño?
-Sí
-Es que ese cabrón es un bruto, pero mirá ¿vos no andás en nada?
-No
-Apués tranquilo, pero más de alguien conocés…
-No
-Aquel cabrón va a regresar…
La
voz amigable se fugó como agua en el mingitorio, segundos más tarde los
pasos agitados saltaron sobre los huesos de Rolando con violencia. No
hubo confesión y el entremés de la brutalidad se había terminado con los
últimos pellizcos a la paciencia militar. “Prepárenlo”, ordenó la voz
altisonante.
Le
quitaron los zapatos y calcetines, por los codos lo subieron a una
superficie plana como una mesa y le liberaron de las esposas. En los
dedos gordos de los pies le amarraron cables transportadores de energía
eléctrica.
“Con quién andás”, “Quién es tu jefe”, “¿Las armas?” “Subversivo”,
“subversivo”, “subversivo”…Todo se repitió eternamente mientras Rolando
recibía descargas eléctricas…
El
chasquido del interruptor suspendió el suplicio. Ardor, calor, dolor,
desesperación, angustia, reaccionaron en una especie de carrera por
dominar las sensaciones de Rolando. Segundos breves siguieron las mismas
preguntas. “¿No vas a decir nada?”.
Más
que delatar, el torturado pensó en la forma de soportar el acoso de los
verbos de la desgracia mientras las noticias de su captura llegaban
hasta los miembros de la Resistencia Nacional (RN), organización
político militar en la cual decidió entrar después de tanto martillazo
contra la sociedad de parte de los mandos castrenses.
El
pensamiento se desvaneció cuando recibió dos descargas más, luego lo
tomaron por el cuello y le sumergieron la cabeza en una pila; cuando el
aire se les escapaba más de la cuenta la adrenalina le ayudó a vencer a
los que lo sometían.
-Ese hijueputa se les salió, vuélvanlo a meter.
Las
ascensiones al cielo acabaron con un viaje al reino de lo más bajo,
algo así como un fumador de opio en la cuna de los dioses. Se durmió
unos minutos y los puntapiés lo desorientaron de la tranquilidad. No
pudo seguir durmiendo.
Ya
era de noche cuando escuchó el teclear de una máquina, conversaciones
que cuestionaban el por qué los boletines militares llevaban la
inscripción DIOS – UNION – LIBERTAD; las explicaciones no eran
precisamente las de un ilustrado. “Es una norma, DIOS porque él está
primero…”, respondió el interpelado.
El amanecer se presentó a Rolando con traje de calor y ruidos, además de unas botas brillosas que lo sacaron de la celda.
Como
si fuera un saco con objetos viejos, fue lanzado a un camión con
colchonetas para disimular la carga de huesos y nervios destrozados por
los maltratos físicos.
Después
del viaje lo empujaron a una celda de dimensiones menores con paredes
grisáceas, adornadas con fragmentos bíblicos y consignas pintadas con
mierda; al fondo un inodoro sin tapadera, una cama de resortes sin
colchón, una toallita, y un foco amarillo alumbrando la estancia sin
ventanas.
Las
únicas formas para calcular las horas eran las rutinas de ejercicios
que practicaban los militares y el sonido del tren. Gracias a éste
último Rolando concluyó que estaba preso en la Guardia Nacional.
Permaneció
en completo encierro aproximadamente una semana en la que escuchó cada
noche más cerca los gritos de los torturados: cada día más hasta que le
tocó la fortuna al vecino de celda.
Un
hombre con acento argentino cuestionaba con astucia al encarcelado de
la par, lo llevó a confesar, entre otras cosas, su pseudónimo. “¡Ah!
Ernesto es el nombre de un gran comandante”, reaccionó el suramericano.
Momentos más tarde sonaron varios golpes secos y algunos gritos que espantaron las telarañas del sueño.
Siempre con la venda puesta lo trasladaron a la Policía Nacional, el “castillo” era más conocido e inmediatamente lo ubicó.
Toda
la peripecia permaneció como desaparecido, las garantías legales de la
época –amparadas en un decreto transitorio- desobligaban a las
autoridades de seguridad pública a enterar al juez o familiares del
detenido sobre el paradero. La vigencia del arresto era de quince días.
Asomado
entre los barrotes, Rolando observó a un sujeto alto, cabello rubio y
piel rojiza: no era un policía. Ambos cruzaron miradas y el hombre de
dimensiones extranjeras pidió estar en la celda con el preso.
-¿Cuánto tiempo lleva detenido? ¿Su familia sabe dónde está?
Le
dio nombre y dirección y le avisó a la familia de Rolando; tres días
después el carcelero le tiró una bolsa plástica con ropa limpia. “Mí
familia ya sabe”, susurró.
A
los días le avisaron que iba para Santa Tecla, a la cárcel donde estaba
organizado el Comité de Presos Políticos (COPPES); los infortunios se
acabaron y pasados los meses regresó a la libertad.
Mariachis en la cocina
En
agosto Óscar Garza regresó a San Salvador después de varios meses de
estar fuera. La primera misión era encontrar al contacto en la capital,
luego vendrían el resto de tareas propias de un militante de las Fuerzas
Populares de Liberación (FPL).
Sin
embargo, el contacto no llegó al punto de encuentro, y medio
desorientado Óscar se fue a una finca en La Libertad, en la cual vivió
parte de su niñez y en ese momento pertenecía a unos amigos.
Día
con día, Óscar regresaba a San Salvador a los “buzones”, los cuales
servían para volver a entablar contacto con la persona a la que iba a
estar asignado.
Después
de varios días por fin encontró al compañero, aunque las noticias no
fueron las más alentadoras: “no puedo llevarte al lugar donde
acordamos”, le dijo el también militante.
Para
no quedar vacío, el contacto lo llevó a una casa en la cual estaban
organizados varios religiosos que pertenecían a las comunidades
eclesiales de base; la estancia se alargó varios días debido al peligro.
“Podes trabajar aquí”, le sugirieron.
En
la casa habitaban varias personas y se reunían jóvenes, asimismo
funcionaba un taller de carpintería cuyas herramientas Óscar las utilizo
para fabricar armamento casero mientras se llegaba el día de partir a
otra casa.
Un
atardecer se apoyó en la verja de la casa y desde ahí observó a un
grupo de niños que jugaban fútbol, súbitamente el encargado de seguridad
entró corriendo y grito despavorido: “el enemigo, el enemigo, el
enemigo”.
La
casa fue tomada por asalto por la Policía Nacional y efectivos
militares, Óscar corrió a toda prisa y en una fosa séptica tiró el
armamento fabricado en esos días de relativa calma.
En
un abrir y cerrar de ojos estaban siendo brutalmente golpeados por los
soldados; el operativo estaba a mando de René Emilio Ponce, quien ese
día estrenó un fusil de asalto R-15.
La
mayoría de los capturados eran menores de edad, los subieron a un
camión y fueron trasladados a la Fuerza Naval, metidos a una celda con
la rutina de cualquier preso: torturas brutales para sacar información.
Todos
los días permanecieron completamente desubicados, las sospechas del
lugar donde estaban las proporcionaba el pito del tren que se dirigía a
Ciudad Delgado.
Cada
noche, cada día las golpizas se presentaban con traje de redención,
pero siempre había un punto en que se alzaban hasta el encontrar el
punto máximo.
Las
dosis aumentaban cuando la orquesta de la Fuerza Armada, los mariachis
castrenses o la marimba ensayaban. “Sabías que la cosa se iba a poner
peor”.
La
música sonaba encima de los presos, abajo los gritos de los torturados
se mezclaba con las notas patrióticas, las populares y las trompetas; el
espectáculo sonaba a una especie de infierno para músicos.
Óscar
recibía cada día la visita de una silueta pequeña, con voz de redentor.
Siempre le hablaba de la biblia y le enseñaba salmos para alejar al
demonio de su cuerpo.
-¿Ya sabés la parábola de las manzanas podridas?
-No
-A las manzanas podridas hay que extirparlas, y vos sos una manzana podrida
Con el lomo de la biblia le pegaba en la cabeza a Óscar y le repetía el salmo cotidiano para que lo aprendiera.
Días
después Óscar pudo observar su evangelizador: se trataba de un hombre
pequeño y regordete, que al sentirse visto entró en pánico y pidió que
vendaran nuevamente a “ese hijueputa”.
Entre
los detenidos estaba “Dani”, un seminarista del San José de la Montaña
que estaba bajo la tutela Monseñor Rafael Urrutia. El futuro párroco se
convirtió en el anzuelo para pensar en la posibilidad de salir del
encierro.
Monseñor
Rafael Urrutia buscó a “Dani” hasta que lo ubicó en la Fuerza Naval.
Días después el seminarista y las personas detenidas fueron enviados al
centro penitenciario de Santa Tecla. Óscar recobró su libertad varios
meses después.
Proteger la seguridad jurídica del Estado
El
informe de la Comisión de la Verdad provocó, en su momento de
divulgación, diversas reacciones y aún es utilizado como una pistola
contar la desmemoria por muchos, aunque para otros mostrar no vale la
pena siquiera mencionarlo porque favoreció a una de las partes de la
guerra civil.
La Comisión recibió, en 1980, 2 mil 597 denuncias de graves hechos de violencia; en 1981, 1 mil 633; un año después 1 mil 145.
Los
hechos denunciados repuntan en 5 mil 682 homicidios, seguido por 1 mil
57 desapariciones forzadas y 1 mil 433 torturas y malos tratos.
La Comisión estableció asimismo que el 68 % de las torturas y homicidios se registraron entre 1980 y 1981.
“En
1989 la tortura se generalizó como método de obtención de información
ya no para asesinar; ‘menos brutal pero más generalizada’”, dice la
Comisión de la Verdad.
El
informe “La tortura en El Salvador” de la Comisión de Derechos Humanos
de El Salvador (CDHES), realizado el 24 de septiembre de 1986 estudia
los efectos de dichas prácticas en los reos políticos. En ese año en el
Penal La Esperanza estaban recluidos aproximadamente 8 mil 615 personas
por atentar contra la “personalidad jurídica del Estado”.
El estudio desglosa los tipos de torturas, y los clasifica en: física, psicológica y una mezcla de ambas.
La
primera se centra en provocar dolor para “minar la capacidad de
resistencia del individuo”, y varía su intensidad de acuerdo a las
respuestas del detenido.
La
segunda pretende llevar al sujeto a una fase depresiva con el propósito
de que en algún momento pierda la capacidad de auto dominio. “La
desesperación y la angustia son los aspectos más notables de dicho
estado psicológico forzado”.
En
la década de los 80`s el Estado emitió el decreto 50, con el cual
permitió a las fuerzas de seguridad pública detener a una personas sin
tener la obligación de informar a un juez o a la familia del apresado.
La normativa tenía quince días de vigencia a partir de la captura.
“La
tortura en las formas antes descritas no constituyen elementos
aislados, ya que concuerdan en todo el proceso de aplicación, por
consiguiente son complementarias y coadyuvantes; un elemento que se
agrega para lograr los efectos deseados es el factor tiempo”, señala el
estudio de la CDHES.
En
la década mencionada –sin mayores variaciones en la actualidad- la
mayor parte de la población sufría de anemia producto de la alimentación
inadecuada; este factor fue utilizado a favor de las personas que
aplicaban las torturas. Un capturado podía recibir asistencias legal o
humanitaria hasta ocho días después de su arresto.
La
mala nutrición se sumó a la prohibición de defecar, descansar y el no
acceso a agua potable que sufrían durante los dos primeros días.
“El
objetivo es hacerla sentir al borde de la muerte y por lo tanto no
tiene otra alternativa que colaborar o hacer lo que los captores le
digan”, afirma el informe.
Los
cuerpos de seguridad encargados de torturar empleaban también la
agresión psicológica atacando principalmente con amenazas de muerte al
sujeto, que en caso de no trascender eran trasladadas a familiares o
personas cercanas a la víctima.
El
método de tortura empleado era progresivo y se ajustaba a la
particularidad de cada sujeto. Los torturadores enviaban la información
de los resultados a la Sección II de Inteligencia, mejor conocida en la
época por “policía política”.
“Existe
una tecnificación de todos y cada uno de los actos, se vuelven expertos
en valorar los grados de intensidad en que deben aplicar algún tipo de
tortura”, señala el informe.
Cuando
la mayor parte de los métodos de tortura no producían la confesión o la
admisión de acusaciones, los captores empleaban drogas; las más
utilizadas eran: Seconal, Pento Barbital, Thiaminal y Pentotal Sódico.
Los primeros son capsulas rojas y los segundos líquidos amarillos de
sabor amargo.
Las
aplicaciones eran a la fuerza o mediante engaños, asimismo procuraban
ejecutarla en el momento “crucial” para terminar con la confesión
esperada, o al menos una revelación que justificara los hechos.
En algunos casos hubo uso de la marihuana, mediante la aspiración y la expulsión de la sustancia en el rostro del detenido.
“Si
los efectos no son los esperados siguen empleándolas (drogas) las veces
indispensables hasta producir un colapso mental”, expone la CDHES.
El
dato más subrayado del informe de la CDHES de 1986 es que los presos
políticos y torturados son en su mayoría trabajadores, además, concluye
que desde 1983 a 1986 por lo menos el 19% de la población fue afectada
por “la política de persecución del gobierno”.
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