Benjamín Cuéllar (*)
SAN SALVADOR
- Esta casa de estudios nunca se ha declarado “vanguardia
revolucionaria” del país o algo parecido. Ni ahora ni nunca. Por eso
extraña que en medio de todo el relajo nacional, ahora haya quien diga
de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA) que se asume
como la entidad llamada “a iluminar al país”. A saber de qué
manga se saca tan falsa pretensión, a la cual se suman otras
recriminaciones que igual resultan del todo retorcidas: que la UCA cree o intenta “conducir y empujar los cambios”, que aspira organizar la
revolución y que no solo se piensa sino también se siente depositaria
de la verdad. Súmenle a esas simplezas, unas cuantas más entre las que
destacan que le “ofrece el hombro a ARENA y al statu quo”, que ahora tiene un discurso “genuflexo” y que –arrodillada ante la oligárquia– renunció “a sus principios”.
El poseedor del intachable dedo flamígero que ahora “condena” a la UCA por tan burdos cargos, asegura que tal viraje “no podría ser de otra forma” pues ya no le queda “ni la sombra de aquellos curas pensantes con quienes se podía debatir por su profundidad […]”.
De esos clérigos dice, con inaudito derroche de humildad, hasta él
aprendió. Cabe entonces, para aclararnos, preguntar cuáles son los “curas” que echa de menos. Pero antes hay que señalar otra ligereza en el mismo tono: que “hoy los curas que están salen no solo del lado de la ANEP […] sino que (sic) los apoyan”.
¿Cuándo, cómo y en qué? ¡Por favor! Si a esas vamos, abusando de la
chabacanería, cabría preguntar si hoy ya son “comandantes” Francisco
Merino y Rodolfo Parker.
¿Estará
Ignacio Ellacuría, el rector mártir, entre quienes este duro censor
echa de menos y de quien muchos –sin serlo– presumen que fue su
“maestro” y hasta su “amigo”? Acá en la UCA también está presente, pero
por otra razón: por haberle marcado su rumbo en lo que toca a la
conexión entre pensamiento y acción, siendo honesta con la verdad y
teniendo presentes como su centro a las mayorías populares y la realidad
nacional. Por eso, además de evocarlo, en momentos como los que
actualmente transita el país se trata de ser fiel a su consistencia.
El
inquisidor de turno quizás no recuerda el papel de Ellacuría durante la
coyuntura nacional a mediados de 1974. Ubiquémonos en ese trance,
cuando el penúltimo de los presidentes militares –que llegó a la silla
mediante un escandaloso fraude de la mano del Partido de Conciliación
Nacional (PCN), ahora CN, y uno de los más represivos de la historia
nacional– impulsó el decreto del llamado “Primer proyecto de
transformación agraria”. El coronel Arturo Armando Molina con
“definición, decisión y firmeza” inició ese proceso arguyendo, entre
otras cosas, que era el “seguro de vida” para el sistema opresor y
excluyente ante al avance de la lucha –esa sí– revolucionaria.
¿Reacciones?
¡Hubo de todo! Obviamente, la Asociación Nacional de la Empresa Privada
(ANEP) junto con el resto de gremiales empresariales y el llamado
Frente Agropecuario de la Región Oriental (FARO) –creado en ese marco–
se opusieron rabiosamente. La Democracia Cristiana de la época, llamó al
pueblo a no ser engañado con “campañas y controversias de los poderosos”, a estar “vigilante” y a “distinguir los hechos reales de la palabrería demagógica”.
El “Bloque” –no el que lidera el FMLN hoy, sino el Popular
Revolucionario (BPR)– afirmó que esa iniciativa era
contrarrevolucionaria e hija del imperialismo yanki; entre otros
señalamientos, acusó al Frente de Acción Popular Unificada (FAPU)
–ligado orgánicamente a la Resistencia Nacional (RN)– de seguir “confundiendo al pueblo con sus posturas vacilantes y sus análisis antojadizos”.
En
una defensa implícita de su eterno llamado a la unidad revolucionaria,
el FAPU aceptaba que la lucha era larga pero que habían sectores “empecinados en hacerla más larga todavía”,
en clara alusión a la “guerra popular prolongada” enarbolada por las
entonces radicales Fuerzas Populares de Liberación (FPL), de las cuales
dependía el BPR. El FAPU, en ese escenario, reprochó además el “apoyo crítico a las medidas del gobierno de Molina” por parte de “algunos sectores de la pequeña burguesía (la UCA, para ser más claros) […]”.
Ciertamente,
el Consejo Superior Universitario de la UCA –del cual era parte
Ellacuría– concluyó su pronunciamiento inicial en los siguientes
términos: “Un análisis racional y cristiano de estas medidas, si es
que se llevan a la práctica debidamente, abre un resquicio a la
esperanza. Lo abre, ante todo, a las inmensas mayorías del país, si es
que este primer paso rompe, por un lado, el cerco de la opresión secular
y, por otro, da la iniciativa real al movimiento campesino”. Pero
meses más tarde, el mismo Ellacuría escribió el editorial de la Revista
ECA –cuya dirección ostentaba– titulado “A sus órdenes, mi capital”.
“Nuestra revista –afirmó en ese célebre texto añorado “cura pensante”– dedicó
al problema un número extraordinario con la intención de contribuir al
proceso. Hoy nos es éticamente ineludible correr el riesgo de volver
sobre el asunto. Que no fuimos oportunistas entonces, lo vamos a probar
de nuevo hoy. Estábamos en el principio de acuerdo con la medida,
estamos en desacuerdo con la contramedida. Y como nos vimos moralmente
obligados a defender aquella nos vemos hoy moralmente obligados a
criticar ésta”.
Eso,
más que contradicción, es pensar con libertad y ser honrado con la
verdad. El coronel Molina, había prometido no retroceder; por cierto, en
su gabinete fungía como segundo del Ministerio de Agricultura el
destacado miembro del FMLN actual, Salvador Arias, quien renunció y
denunció lo que Ellacuría le restregó en su cara al régimen. Lo dijo así
en su editorial: “Que el Gobierno ha dado no un paso atrás sino un
giro de 180 grados y una carrera de miles de pasos, es cosa evidente
para quien examine las reformas a los instrumentos jurídicos
pertinentes”.
Por
eso, la UCA perdió el subsidio oficial que recibía y la Unión Guerrera
Blanca (UGB) le reventó cinco bombas en sus instalaciones. Por esa
actitud consecuente y coherente fueron ejecutados Ellacuría, cinco
jesuitas más, Julia Elba Ramos y su hija Celina. Por su fidelidad a ese
compromiso, la UCA ha exigido verdad y justicia para estas víctimas
durante casi veintitrés años sin importar riesgos ni calumnias, a fin de
lograr que también las obtengan –junto con su legítima reparación– las
víctimas anónimas entre las mayorías populares.
¿Están
dispuestos quienes acusan a la UCA de haber renunciado a sus
principios, a renunciar ellos a sus cargos y a perder no la vida sino
sus salarios de funcionarios por denunciar a un gobernante que avaló el
Decreto 743? Esos detractores nada gratuitos saben que Alfredo Cristiani
promovió eso, en junio del año pasado, para descabezar la única Sala de
lo Constitucional que ha hecho su trabajo y evadir una posible captura
ordenada por la justicia universal desde España. ¿Por qué no acusan a
quien sancionó tal aberración, de proteger a Cristiani y a nueve
militares a los que dos meses después les dio donde esconderse en la
sede de la antigua Guardia Nacional?
¿Por
qué no acompañan a la UCA en todo eso y en la exigencia al Estado
salvadoreño para que cumpla la sentencia condenatoria, emitida en el
2007 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el asesinato de
Ramón Mauricio García Prieto Giralt, las amenazas contra sus padres y
la protección a sus autores intelectuales que nunca fueron investigados?
En esas batallas, la UCA sigue en pie de lucha. ¿Por qué no
desenmascaran a quienes están detrás de tanta fachada e impunidad? ¿O
será que después de los años transcurridos desde que fue escrito, sea de
“izquierda” o de “derecha”, sigue vigente el famoso “A sus órdenes mi
capital”?
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