Marqués de Sade
Un obispo en el atolladero
Resulta
bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las
blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una
forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar
infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma
más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados
prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A
la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las "b" y
a las "f" pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de
este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de
Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas
dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer
más.
-Monseñor -exclamó al fin el cochero, a punto de estallar-, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.
-¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque
es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra
Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo
permite.
-Bueno, bueno -contestó el obispo, zalamero, santiguándose-, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.
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El alcahuete castigado
Durante
la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día
puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de
misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro,
tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en
cuanto a... las conjeturas, antes de presentar la catástrofe
desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos
terrible.
Se
cree que el señor de Savari, solterón maltratado por la naturaleza,
pero rebosante de ingenio, de agradable trato y que congregaba en su
residencia de la calle Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había
tenido la idea de prestar su casa para un género de prostitución
realmente singular. Las esposas o las hijas, de elevada posición
exclusivamente, que deseaban gozar sin complicaciones y a la sombra del
más profundo misterio de los placeres de la voluptuosidad podían
encontrar allí a un cierto número de asociados dispuestos a
satisfacerlas, y esas intrigas pasajeras no tenían nunca consecuencias;
una mujer recogía en ellas sólo las flores sin el menor riesgo de las
espinas que con tanta frecuencia acompañan a esa clase de arreglos
cuando van tomando el carácter público de una relación regular. La
esposa o la jovencita se encontraban de nuevo al día siguiente en
sociedad al hombre con el que habían tenido relaciones la víspera sin
dar a entender que la reconocían y sin que él, a su vez, pareciera
distinguirla entre las restantes damas, gracias a lo cual nada de celos
en las relaciones, nada de padres irritados, ni de separaciones, ni de
conventos; en una palabra, ninguna de las funestas secuelas que traen
consigo asuntos de esa índole. Resultaba difícil encontrar algo más
cómodo y sin duda sería peligroso ofrecer en nuestros días este plan;
habría que temer con sobrada razón que este relato pudiera sugerir la
idea de volver a ponerlo en práctica en un siglo en que la depravación
de ambos sexos ha desbordado todos los límites conocidos, si no
presentáramos, al mismo tiempo, la cruel aventura que sirvió de
escarmiento a aquel que lo había concebido.
El
señor de Savari, autor y ejecutor del proyecto, que se conformaba,
aunque muy a gusto, con un único criado y una cocinera para no
multiplicar los testigos de los excesos de su mansión, vio una mañana
cómo se presentaba en su casa cierto individuo amigo suyo para rogarle
que lo invitara a comer.
-Diablos,
con mucho gusto -le contesta el señor de Savari-, y para demostraros el
placer que me proporcionáis, voy a ordenar que os saquen el mejor vino
de mi bodega...
-Un
momento -responde el amigo cuando el criado ha recibido ya la orden-,
quiero ver si La Brie nos engaña..., conozco los toneles, voy a seguirle
y a comprobar si realmente coge el mejor.
-Muy
bien, muy bien -contesta el dueño de la casa siguiendo perfectamente la
broma-; si no fuera por mi penoso estado, yo mismo os acompañaría, pero
así me haréis el favor de ver si ese bribón no nos induce a error.
El
amigo sale, entra en la bodega, coge una palanca, mata a golpes al
criado, sube en seguida a la cocina, deja en el sitio a la cocinera,
mata hasta a un perro y a un gato que encuentra a su paso, vuelve a la
alcoba del señor de Savari que, incapaz por su estado de ofrecer la
menor resistencia, se deja asesinar como sus sirvientes, y este verdugo
implacable, sin turbarse, sin sentir el más mínimo remordimiento por la
acción que acaba de perpetrar, detalla tranquilamente en la página en
blanco de un libro que halla sobre la mesa la forma en que la ha llevado
a cabo, no toca cosa alguna, no se lleva nada, sale de la casa, la
cierra y desaparece.
La
casa del señor de Savari era demasiado frecuentada para que esta atroz
carnicería no fuera descubierta en seguida; llaman a la puerta, nadie
contesta, y convencidos de que el dueño no puede hallarse fuera rompen
las puertas y descubren el espantoso estado de la residencia de aquel
desdichado; no contento con legar los detalles de su acción al público,
el flemático asesino había colocado sobre un péndulo, adornado con una
calavera que ostentaba como lema: «Contempladla para enmendar vuestra
vida», había colocado, repito, sobre esta frase un papel escrito en el
que se leía: «Ved su vida y no os sorprenderéis de su final.»
Una
aventura semejante no tardó en provocar un escándalo; registraron por
todas partes y el único objeto que encontraron que guardara alguna
relación con esta cruel escena fue la carta de una mujer, sin firma,
dirigida al señor de Savari y que contenía las palabras siguientes:
«Estamos
perdidos, mi marido acaba de enterarse de todo, pensad en el remedio,
sólo Paparel puede aplacar su espíritu; haced que hable con él, si no,
no hay ninguna salvación.»
Un
tal Paparel, tesorero del extraordinario de la guerra, hombre amable y
con buenas relaciones, fue citado: admitió que visitaba al señor de
Savari, pero que, de más de cien personas de la ciudad y de la corte que
acudían a su casa, a la cabeza de las cuales podía colocarse el señor
duque de Vendôme, él era de todas ellas uno de los que menos le veía.
Varias
personas fueron detenidas y puestas en libertad casi en seguida. Pronto
se supo bastante como para convencerse de que aquel asunto tenía
ramificaciones innumerables que, al comprometer el honor de los padres y
maridos de la mitad de la capital, iban a desacreditar públicamente a
un infinito número de personas de la más alta alcurnia, y, por primera
vez en la vida, en unas cabezas de magistrados la prudencia reemplazó a
la severidad. En eso quedó todo y, por tanto, la muerte de aquel
desdichado, demasiado culpable sin duda para ser llorado por gentes
honestas, no encontró nunca a nadie que le vengara; pero si aquella
pérdida fue insensible para la virtud, hay que creer que el vicio la
lamentó durante largo tiempo, y que, independientemente de la alegre
cuadrilla que tantos mirtos recogía en la casa de este dulce hijo de
Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que acudían día tras día a
quemar su incienso en los altares del amor, debieron llorar sin duda la
demolición de su templo.
Y
así es como acabó todo. Un filósofo comentaría, glosando esta
narración: «Si de las mil personas a las que tal vez afectó esta
aventura, quinientas se alegraron y otras quinientas la deploraron, la
acción puede considerarse indiferente; pero si, por desgracia, el
cálculo arrojara una cifra de ochocientos seres lesionados por la
privación del placer que esta catástrofe les ocasionaba contra sólo
doscientos que creyeran ganar con ella, el señor de Savari hacía más
bien que mal y el único culpable fue aquel que le inmoló en aras de su
resentimiento.» Dejo que decidáis sobre todo esto y paso rápidamente a
otro asunto.
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La flor del castaño
Se
supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que
la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico
semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre
para la reproducción de sus semejantes.
Una
tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de
la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido
clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores
embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la
libertad de mencionar.
-¡Oh!
Dios mío, mamá, ese extraño olor -dice la jovencita a su madre sin
darse cuenta de dónde procedía-. ¿Lo oléis, mamá...? Es un olor que
conozco.
-Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.
-¿Y
por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor
no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.
-Pero, señorita...
-Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.
-Señorita
-responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la
voz-, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos
hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en
botánica, que la flor del castaño...
-¿Que la flor del castaño...?
-Pues bien, señorita, que huele como cuando se j...
Donatien
Alphonse François de Sade, más conocido por su título nobiliario de
Marqués de Sade (1740–1814): escritor francés caracterizado por su
estilo mordaz, cortante, antimoral. En sus obras predominan los
personajes antihéroes, protagonistas de actos aberrantes, siempre
justificados cínicamente. La expresión de un ateísmo radical, además de
la descripción de actos de violencia extrema, son los temas más
recurrentes de sus escritos, en los que prima la idea del triunfo del
vicio sobre la virtud. Por extensión, sadismo (en referencia al nombre
que le hiciera famoso) ha quedado como sinónimo de maldad, crueldad,
perversión.
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