La primera vez que fui al Cauca a mi hermano lo pateó una mula en el
pecho y probamos el café más exquisito que existe; cogido, molido y
tostado con leña en unas pailas barrigonas que se zarandean en los
patios de las fincas.
La primera vez que fui al Cauca a mi
hermano lo pateó una mula en el pecho y probamos el café más exquisito
que existe; cogido, molido y tostado con leña en unas pailas barrigonas
que se zarandean en los patios de las fincas. Lomas empinadas,
interminables, con pequeñas parcelas, casas de bahareque y algunas
franjas boscosas pintaban ese paisaje que se acomodó como una cicatriz
en mi memoria. Los campesinos no tenían luz eléctrica ni carreteras, a
pesar que desde sus montañas se veía por la noche a Cali con su silueta,
la tercera ciudad del país alumbrando más brillante que todos los
truenos de la guerra desenfrenada en el sur del país. Es que la
civilización es una guerra a su manera y engendra sus propias violencias
luminosas.
Corrían por entonces los desastrosos
años noventa y Colombia era, en todo sentido, un Estado fallido. Según
declaró uno de los dignatarios militares de la época, estábamos ad portas
de dividirnos bajo una guerra civil entre un sur controlado
territorialmente por las guerrillas y un norte dónde bandas de
paramilitares apoyadas por el gobierno ejercían el poder, copando todas
las esferas de la vida pública. A los ojos de hoy no parece descabellada
tal descripción de los sucesos.
Siempre que he regresado al Cauca me
impacta esa geografía campesina de cordilleras interminables, de
serranías que parecen cuchillos y montañas imponentes cortándose
abruptamente. Tierra de enormes contrastes, abruma a los visitantes, los
excede. Me aterra la amabilidad apacible y la tranquilidad de sus
gentes, el contraste más abrupto del Cauca: tranquilidad que no
concuerda en ningún sentido con una región convertida actualmente en
columna vertebral de la guerra más antigua de América Latina. Desde hace
siglos todos los poderes que han pasado por este país han tratado
vanamente de domesticar al Cauca, pero la resistencia de esta tierra
milenaria evoca una condición natural de rebeldía incorporada al
paisaje, no debida a los factores circunstanciales y pasajeros que
mencionan los expertos.
Desde Toribío hasta Marquetalia
A partir de que el Cauca se convirtió en
una región más parecida al Kurdistán o la franja de Gaza que al resto
del país, el modelo de confrontación que sobrecoge la región es muy
complejo. Las tropas del Ejército Nacional operan como fuerzas de
ocupación, y en gran medida lo son ya que no consiguen la simpatía de
los pobladores. Eso explica el odio demostrado por las comunidades
indígenas que insisten en expulsar los soldados de su territorio.
Aunque las FARC cargan con un largo historial de roces con esas mismas
comunidades, no puede olvidarse que las guerrillas son un fenómeno
raizal arraigado en la idiosincrasia de muchos habitantes. En el Cauca
ha habido fuerte presencia guerrillera de varios colores y de varios
grupos (M-19, MOEC, PRT, Quintín Lame, ELN, FARC) por lo menos desde las
últimas seis décadas, para no hablar de los cinco siglos de resistencia
indígena en todas sus manifestaciones.
Una incontenible masa de indígenas y
campesinos que no podrían comer si no fuera por los cultivos de coca y
marihuana, ven los insurgentes igual a sus voceros. Con la política
demencial del gobierno de envenenar los cultivos, las únicas simpatías
posibles en la zona son hacia las fuerzas reales que impiden las
fumigaciones: la guerrilla. Hasta un niño de brazos sabe que las
avionetas escupen el glifosato sin distinguir al maíz, el plátano o la
yuca de la coca y la marihuana.
Una utilización de los accidentes
geográficos para sorprender al enemigo, el camuflaje en todas sus formas
imaginables y el ataque permanente como mejor estrategia defensiva han
permitido a los insurgentes mantener una iniciativa feroz en la región.
Como repiten una y otra vez los generales, son grupos muy pequeños que
hostigan día y noche a la tropa, atrás quedaron los tiempos de las tomas
guerrilleras. Pero el hecho de que la guerra se diluya en pequeñas
acciones no implica que no sea muy nociva. Por el contrario está
totalmente dispersa y generalizada: según afirmaba un comunicado
insurgente a mediados de Julio, desde el primero del mes se habían
sucedido más de treinta enfrentamientos en el norte del Cauca, una media
de dos combates diarios. El impacto sobre la moral de los soldados es
evidente, hasta el punto que se refieren a la región como “el infierno
caucano”. Para todo el mundo está claro que las FARC han hecho del Cauca
su nueva Marquetalia. Su objetivo principal no es defender un
territorio, tampoco abandonarlo, sino ser hegemónicos dentro de él. El
Cauca es la zona más militarizada del país, lo que no impide a los
subversivos mantener la supremacía en la zona a pesar de no poseer ni
aviones Super Tucanos, ni tanques artillados, ni bases fijas. El
Cauca recuerda tenebrosamente a Irak, dónde la desproporcionada
superioridad militar norteamericana básicamente no sirvió para nada.
¿Y qué significa todo esto? Que para los
guerrilleros mantenerse es la mejor victoria. La sola supervivencia de
la insurgencia y su capacidad de golpear dejan sin argumentos la
retórica guerrerista de las élites, poniendo una vez más sobre la mesa
la salida negociada al conflicto, que es la reivindicación histórica de
la guerrilla. Porque aunque suene paradójico, en este país siempre se ha
hablado de paz con las armas bien cargadas.
Miguel Pascuas y Timochenko no juegan póker
La situación de guerra abierta que se
vive en la región desde hace varios años tiene picos dramáticos. Llegó a
límites desbordados cuando el Ejército mató a Alfonso Cano[1]. Antes
hubo puntos álgidos como la toma guerrillera de Toribío, desastre para
el gobierno Uribe y el ataque que un año atrás voló la estación de
policía en esa población. En medio del fuego cruzado y a diferencia de
lo que sucede prácticamente en todas las demás zonas de guerra, existe
un tercer actor organizado muy fuerte en el terreno: las comunidades
indígenas hastiadas de la confrontación que quieren ejercer la autonomía
dentro de su territorio[2]. Los roces con las FARC son muy conocidos,
aunque el verdadero conflicto en la zona es con el Ejército nacional,
que toma represalias continuas contra estas comunidades desarmadas por
considerarlas “colaboradoras del terrorismo”, algo que no es cierto.
Las
represalias van desde quema de casas, destrucción de cultivos,
violaciones, confiscación de alimentos y asesinatos. Estos últimos
reseñados comúnmente como “errores militares”. El Ejército intentó
asesinar una de las máximas dirigentes indígenas del Cauca, Aída
Quilcué, como venganza por las masivas movilizaciones del 2008. Aunque
la comunera salió ilesa, su esposo Edwin Legarda murió abaleado en un
retén militar[3]. Por otro lado, podría hablarse mucho sobre el recelo
de algunas autoridades indígenas hacia las FARC -el origen del
movimiento indígena moderno en la región proviene justamente de una
pugna con el Partido Comunista- pero hay dos aspectos cruciales que los
mandos guerrilleros calculan para su estrategia: el Cauca sigue siendo
una de las zonas más campesinas del país, con una tradición de rebeldía
favorable a sus fuerzas. Y es el corredor geográfico que conecta todas
sus zonas de influencia en el sur del país. Eso convierte la región en
un territorio irrenunciable, obviando la voluntad de las autoridades
indígenas.
Tras la muerte de Cano las FARC
emprendieron una ofensiva que se extendió por varias regiones del país.
En ese contexto la situación en el Cauca acabó por salir de control,
hasta convertirse en un problema de opinión pública: la presión de la
ultraderecha pretende convertir la crisis en oportunidad para
desacreditar al mandatario y desear de nuevo el regreso de un presidente
con “mano dura”. Juan Manuel Santos, en una reacción inmediatista y mal
calculada emprendió la peor jugada de su gobierno: una arriesgada
salida en falso para entablar un pulso con los insurgentes, en vivo y en
directo bajo la cobertura absoluta de los medios. Santos tiene un
estilo característico de hacer política: cierta fama de jugador de
Póker. Asume retos arriesgados sabiendo que puede ganar, no obstante a
veces pierde como con la reforma universitaria y la reforma a la
justicia. Apuesta a la paz y apuesta a la guerra. Insinúa diálogos con
las guerrillas y al otro día pide “más plomo” como solución. Insulta a
los estudiantes pero luego dice que si tuviera 20 años marcharía con
ellos. Finge como todo buen pokerista. Le juega al Uribismo y también es
“el mejor amigo” de Chávez. Y así.
Siguiendo ese método nefasto sacó un as
de la manga: utilizar la guerra como espectáculo para elevar su
popularidad, y arrancó en helicóptero hacia el Cauca a demostrar, al
mejor estilo de cierto indeseable ex presidente, que es un gobernante
fuerte al frente del las Fuerzas Militares, en el corazón mismo del
combate.
Pero se le olvidó una cosa: la guerra no es un casino. Entonces perdió la apuesta.
La tropa lleva más de seis años
perdiendo la guerra en el Cauca; no existía ninguna evidencia real que
indicara que, con o sin presidente a bordo, dejaría de perderla. Y así
fue. El presidente llegó el 11 de julio a Toribío, epicentro de los
hostigamientos subversivos, con el propósito de simular un Consejo de
Ministros. De todas las montañas aledañas le hicieron tiros; en los
noticieros afirmaban que era “una estrategia de los terroristas más para
llamar la atención que para hacer daño”. Bajo esa lógica las trincheras
de tres metros y los tanques blindados que rodean la estación de
policía también pretenden nada más que llamar la atención. Una multitud
de indígenas lo abuchearon a él y su Ministro Juan Carlos Pinzón en la
plaza pública gritándoles que se largaran, hastiados de la guerra. Los
periodistas prefirieron entrevistar los guerrilleros que mantenían un
retén sobre la vía a menos de un kilómetro de dónde el presidente se
reunía con sus ministros. Había otros dos retenes guerrilleros más abajo
controlando la entrada y salida de vehículos en la carretera que
comunica el poblado con el resto del país. Sin embargo el desastre
sobrevino cuando, como a las dos de la tarde, hora en que el presidente
debía estar saboreando el fiasco en Toribío, los insurgentes derribaron
uno de los 25 aviones de combate Super Tucano que respaldan las
tropas terrestres, en jurisdicción de Jambaló, un pueblo a media hora
del lugar. Habrían podido tumbar el helicóptero del presidente, si
hubieran tenido suerte. La presencia del mandatario en la zona sólo
sirvió para que el fiasco se amplificara, resonando más alto de lo
normal. Luego la sarta de estupideces que repitieron por igual voceros
del gobierno y periodistas tratando de encubrir el hecho es simplemente
grotesca.
Y después del desastre la vergüenza: las
tropas no pudieron llegar hasta el avión derribado aunque estaban “a
doscientos metros”. La guerrilla recogió los cadáveres de los
tripulantes, se los entregó a la Cruz Roja en otro sector, luego minó el
terreno, interceptó un helicóptero en Argelia (otro pueblo al sur del
Cauca) y continuó varios días más con los hostigamientos. Los indígenas
expulsaron a las tropas en distintas partes y desmontaron las bases
militares. También fueron hasta dónde estaba el Super Tucano destrozado,
lo desarmaron y se lo llevaron, con caja negra incluida. Los periódicos
no encontraron otra frase posible: humillación al Ejército. Y es
verdad, pero es una humillación que se repite hace años. Hay mucho de
humillación en que los soldados tengan que hacer sus necesidades en las
mismas trincheras donde duermen y comen por físico miedo a los
hostigamientos, o que frente a las cámaras afirmen que no pueden caminar
de día porque la guerrilla les dispara de todos lados. O que lloren
como niños pequeños cuando confirman que el pueblo al que dicen defender
los odia con furia.
Santos intentó hacer un pulso con la
guerrilla en el Cauca y perdió antes de apretar. Los subversivos juegan
ajedrez, no Póker. En ese tablero polarizado que es la guerra
colombiana, el Cauca es un enroque estratégico calculado muy bien por
los mandos insurgentes, que no han logrado romper ni los bombardeos, ni
la inteligencia militar, ni una concentración desproporcionada de
tropas, ni los intentos de cooptar a la población. Lo único que
consiguió el presidente con su aventura de Toribío fue el ridículo,
atrayendo más la atención de la opinión pública sobre una situación que
es crónica hace años. El Ministro Juan Carlos Pinzón, ese niñito
prepotente de mala cara, que por ser hijo de un militar se cree
estratega esclarecido aunque no haya visto un combate en su vida, quedó
en vergüenza por culpa de un anciano astuto, que según afirma El Colombiano,
ya ni siquiera es capaz de andar a pie: Miguel Pascuas[4]. Y
adicionalmente, por unos indígenas indomables que ven a todo Ejército
dentro de su territorio como continuador de la invasión que sufren hace
cinco siglos.
Las llaves de la guerra
La situación en el Cauca está lejos de
solucionarse. Ante la osadía de las comunidades indígenas, que
expulsaron guerrilleros y soldados por igual de sus territorios, sólo
pueden esperarse represalias terribles. Este gobierno, que afirmaba
tener las llaves de la paz, en realidad abrió más las puertas de la
guerra, al manejar un discurso ambiguo de supuestos contactos para
negociaciones, al tanto que recrudece los bombardeos y operativos en las
zonas rojas. Al presidente le fascinan los cerrojos. Y el Póker.
Santos aseguró por milésima vez, en el
marco de las conmemoraciones del 20 de julio, que la guerrilla se
encuentra acorralada, aunque los hechos revelan que en el Cauca las
cosas son a la inversa. Pero Colombia no es el Cauca, ni corren ya los
años 90. Aquello supone que la zozobra en la cordillera central debe
entenderse como un hecho marginal, que se debe a condiciones
particulares. Por eso mismo, la particularidad que define al Cauca, que
es compartida en mayor o menor grado con otras regiones del país como el
Caquetá, el Catatumbo, la vertiente del pacífico, lleva a reconocer que
los orígenes de la conflicto siguen intactos, muy a pesar que sea un
conflicto marginal, lejano a muchos y eminentemente rural.
El Cauca, como he afirmado en otras
oportunidades, es una atroz comprobación de que no se puede acabar la
guerra con más guerra, que la estrategia del aniquilamiento impuesta a
los colombianos por sucesivos gobiernos y poderes económicos es una
tragedia, sobre todo para la población rural. La resolución del
conflicto pasará necesariamente por el Cauca; en un foro realizado
durante el mes de abril en la ciudad de Popayán Alfredo Molano, León
Valencia, Aida Quilcué, Camilo González Posso y otras personalidades
analizaban la posibilidad de que allí se librara la última batalla. Y
para que esto sea cierto hay que poner sobre la mesa nuevamente la vía
de la resolución política, pues de lo contrario esta no será la última,
sino la primera, dentro de nuevas espirales de violencia.
http://www.youtube.com/watch?
[1] http://m.vanguardia.com/ actualidad/colombia/130187- cuatro-meses-duro-la-errancia- de-cano-por-el-suroccidente- del-pais
[2] http://www.nasaacin.org/ comunicados-nasaacin/4277- acin-a-la-opinion-publica- guerrillas-y-gobierno- nacional-
[4] http://www.elcolombiano.com/
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